Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 12

CAPÍTULO 12

Al mundo le hace falta más gente que de verdad sienta las cosas que dice.

ANTES

Después de mis vacaciones estivales con un final agridulce en un pequeño pueblo irlandés, la vuelta a la realidad era inminente, por lo que como cualquier chica joven con pocas expectativas profesionales en “lo suyo”, empecé a buscar trabajo como una loca para poder pagar mis cosas y, sobre todo, el alquiler del apartamento compartido con Kim. Por nada del mundo hubiéramos querido volver a casa de papá y mamá; queríamos ser independientes, ir a nuestro aire y empezar a vivir nuestra propia vida.

Yo quería ser pintora y Kim escritora, dos profesiones artísticas y con muchos aspirantes, por lo que las probabilidades de ganarnos el pan con ellas eran, por el momento, prácticamente imposibles. Aun así, no caíamos en la desesperación y cuando veíamos que nos agobiábamos mucho o una de las dos estaba a punto de “caer”, la otra la obligaba a tumbarse en el sofá de segunda mano que teníamos, iba al badulaque a comprar el tarro de helado más grande que hubiera, preparaba palomitas y alquilaba una película VHS en plan comedia romántica; nada de dramas, ni miedo, ni intriga, ni acción. Comedias facilonas y divertidas, y si tenían amoríos en la trama central, fantástico. Nos animaban más. Nos hacían soñar.

Después de mi fracaso con Tom, el inglés que conocí en Londres y que me dejó KO el último día que nos vimos, el tema “chicos” no era de mi interés. El de Kim, como ya era habitual, tampoco y Bárbara… Bueno, Bárbara es otro mundo. En cuanto llegó a Nueva York se olvidó del tío tatuado de Irlanda y empezó a salir todavía más por las noches, conociendo a infinidad de tíos a cual más aparentemente perfecto. Terminó con el mejor para ella. El que podía darle la vida que ella quería desde siempre sin necesidad de dar un palo al agua.

Y yo, pobre de mí, estuve todo un fin de semana gritando feliz que había conseguido un trabajo en el café de East Village. Era mi primer trabajo de verdad; no contaba con el de socorrista tres veranos en una mini piscina de un camping en las afueras de la ciudad y tampoco con un par de campañas telefónicas en las que me contrataron para trabajar dos horas al día como tele operadora para ir llamando a las casas y preguntarles si estaban satisfechos con los champús y acondicionadores que compraban. Cuando coincidía que el teléfono lo descolgaba algún calvo y me decía alguno en plan ofensivo, otro más del plan cómico:

—Soy calvo, no uso de eso.

Tenía que aguantar la risa y eso me provocaba ataques constantes de tos, por lo que finalmente me quedé sin voz y me di cuenta que yo, como tele operadora, no podría ganarme la vida jamás.

Empecé a trabajar en el café un lunes. Fue un lunes horrible que varios clientes sufrieron conmigo al ver sus camisas, vestidos o chaquetas manchados de café. Algunos se lo tomaban a risa y otros, no tanto. Pero hubo uno, la última persona a la que manché ese día, que me cogió del brazo y me obligó a mirarle.

—Ey —me dijo, tratando de captar mi atención. Yo estaba a punto de llorar. Pensaba que ese día Jerry me despediría, que no valía para nada y que me quedaría sin trabajo y debería volver a casa de mis padres porque no podía pagar el alquiler del apartamento o un mísero helado de chocolate y vainilla en esas noches depres que sufríamos Kim y yo por el tema futuro, sueños, finales felices, incertidumbre... Vi mi vida pasar por delante de mis ojos de modo demasiado melodramático, típico de los veintipocos años, cuando cualquier tontería te parece un problema enorme—. No pasa nada. No se ha muerto nadie, solo es café.

Debía tener mi edad, al menos eso pensé en aquel momento. Le pedí perdón cientos de veces y el chico, muy amable, me ayudó a recoger sin dejar de mirarme. No me fijé de qué color eran sus ojos, me había prometido a mí misma a no volver a enamorarme, ni siquiera de los ojos más bonitos del mundo. Ya sufrí lo mío con el inglés, no quería volver a pasar por lo mismo, al menos no de inmediato.

—Muchas gracias, has sido muy amable.

Sentí un nudo en la garganta, de esos que te advierten de unas lágrimas inminentes, y me desplacé hasta la barra a preparar un par de cafés a dos clientes que llevaban esperando más de veinte minutos y empezaban a quejarse. Vi por el rabillo del ojo cómo el cliente amable hablaba con el jefe y siempre he creído que ese día no me echó gracias a él. Al chico de la sonrisa. Al chico al que una tarde tras otra, le serví café y cada vez con mejor pulso. Él, de todas maneras, siempre se apartaba.

—Por si acaso —reía.

Me había fijado en que el chico, vamos a llamarle Bob, nunca se afeitaba y si lo hacía, se dejaba siempre un poco de barba. Suele pasar en los chicos a los que el pelo de la cara les ha tardado en crecer, que por más que se afeitaran, no había pelo que afeitar y parecían más jóvenes de lo que su año de nacimiento decía, acomplejándolos y deseando esa barba que Bob, no quería desperdiciar. Era moreno, podía presumir de una mata de cabello fuerte y sana y finalmente, después de unos días sirviéndole café, me di cuenta que sus ojos eran castaños, similares a la bebida que yo le servía cada día con una sonrisa. Semanas más tarde, un lunes por la mañana en el que la cafetería estaba llena, Bob se fue sin decirme adiós. Cuando fui a recoger el café de la mesa, me di cuenta que no se lo había terminado y que había una notita enganchada al plato que decía:




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