Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 14

CAPÍTULO 14

A ver si la vida al final se va a tratar simplemente de reír y estamos aquí buscándole otras explicaciones…

ANTES

¿Por dónde íbamos? Oh, sí. Bob. Seguía desaparecido en combate y yo, que ya manejaba la bandeja como nadie, seguía obsesionada con él. Con esos ojos del mismo color que el café que me tranquilizaban cada vez que él estaba allí sentado, observando y simulando que le gustaba algo que en realidad detestaba, solo por el simple placer de verme.

«¿Por qué te crees tan importante, Jean?», me preguntaba a mí misma, mirando hacia la puerta del café.

«No volverá. No volverá a entrar. No lo volverás a ver», me repetía una y otra vez, auto convenciéndome a mí misma que algo tan bonito no podía pasarme a mí. A una chica con mala suerte que pintaba por las noches y se esforzaba al máximo, y aun así ninguna galería se había fijado en sus coloridos y abstractos cuadros.

Pero una noche en la que Jerry ya se había ido y solo quedaba yo en el café; con las persianas medio bajadas y a punto de acabar de barrer para que el suelo quedase brillante como le gustaba al jefe, vi que unos tejanos oscuros estaban detenidos frente a la puerta. Al principio pensé:

«Mierda, un psicópata. No salgas, Jean, no salgas. Quédate a dormir aquí. Baja la persiana del café del todo y quédate aquí.»

Con las manos temblorosas, terminé de barrer. Comprobé que todo estuviera en orden para que el jefe al día siguiente diera el visto bueno y, algo temerosa, subí la persiana para salir del café, ir al apartamento y ponerme hasta arriba de helado con Kim. Había sido un día duro en el que una galerista me había dicho que mi estilo no era comercial y que, aunque tenía talento, si seguía así no vendería un cuadro en mi puñetera vida.

Desde fuera, su mano me ayudó a acabar de levantar la persiana y cuando lo vi, no sé si fueron los nervios, la felicidad que sentía al tenerlo delante o qué, pero me dio por reír. Él me miraba divertido, no sé qué pensaría en esos momentos sobre la camarera chalada que le tiró encima un café poniendo perdida su camisa de cuadros. Sí, recordaba que llevaba una camisa de cuadros. Ese día la camisa era azul claro y me alegró que el café estuviera cerrado y no tuviera que servirle nada. Por si acaso.

—Cuánto tiempo —dije nerviosa, mirándolo fijamente a los ojos.

—¿Viste la nota?

—Ajá.

—Ajá —rio. Encantador y conquistador. Qué miedo me han dado siempre los conquistadores. Nunca sabes si van en serio o, si por lo contrario al igual que Tom, el inglés, te confesarán cuando consigan llevarte a la cama que en realidad tienen novia, están casados o tienen hijos pululando por el mundo.

—¿Dónde has ido a tomar café todo este tiempo?

—En ningún sitio, ya sabes que no me gusta el café.

—¿Y qué te gusta?

—Ir al cine. —Sacó de su bolsillo dos entradas. Me acerqué a mirarlas.

—¿Amélie?

—¿Quieres verla?

Corría el año 2001 cuando la comedia romántica francesa “Amélie”, conocida en francés como Le fabuleux destin d’Amélie Poulain (El fabuloso destino de Amélie Poulain), dirigida por Jean-Pierre Jeunet, conquistó al mundo entero bajo el lema: «Ella va a cambiar tu vida.» Y vaya si cambió la mía.

El corazón me latía tan de prisa en la oscuridad del cine mientras veía el transcurrir de las imágenes de la especial y única “Amélie”, que creía que se me iba a detener de un momento a otro. Miraba de reojo a Bob cuando él también me miraba a mí y hubo un momento, un maravilloso momento, en el que nuestros dedos se acariciaron. Solo un segundo. Pero suficiente para saber que ese hombre –porque ya estamos en una edad en la que no hablamos de chicos–, me gustaba de verdad.

¿Qué se hace cuándo termina una película en el cine? ¿Cuándo la oscuridad es sustituida por una tenue luz anaranjada, todos los presentes se van y suena una música, en ese caso melodiosa y pausada?

—¿Te ha gustado? —le pregunté.

—Mucho. ¿Y a ti?

—Gracias.

Asintió. No sé por qué lo único que me salió fue decirle «Gracias». Gracias por invitarme. Gracias por haber querido compartir dos horas en un cine con una desconocida. Gracias por ser como eres. Gracias por esa caricia que ha hecho que todo mi cuerpo vibrase de emoción. Gracias por demostrarme que mi corazón es fuerte y es capaz de emocionarse; que late deprisa y aun así, es lo suficientemente resistente como para no detenerse. Gracias, Bob. Aunque ese no sea tu nombre, sino un pseudónimo para mantenerte en secreto delante de la curiosa de mi hija, cada vez más sonriente y yo, cada vez más tranquila.

Bob me acompañó hasta mi cuchitril compartido con Kim. Como buen caballero que era, en ningún momento insinuó si podía subir. No era el momento. No en una primera cita.

—Me ha encantado estar contigo sin café —rio, tocándose la nuca y mostrando su timidez.

—A mí también, aunque me guste mucho el café. ¿Vendrás mañana?

Se encogió de hombros, señaló la cerradura de la puerta de la entrada del edificio y se aseguró que entrara en el interior sana y salva. Una última mirada para verlo sonreírme, guiñarme un ojo y diciendo con la cabeza que sí, que al día siguiente nos veríamos. Mientras subía las escaleras no paraba de preguntarme por qué deseaba tanto que pasasen las horas deprisa para volverlo a ver. Estaba tan absorta en mis propios pensamientos mirando a las musarañas, que al llegar al rellano de mi apartamento tropecé con una caja de mudanzas que no había visto y que estaba mal colocada justo en el último escalón. Caí de morros; la vecina de enfrente, una señora mayor llamada Dorothy que ya estará criando malvas desde hace tiempo, salió por la puerta como si viviera enganchada detrás de ella y me preguntó si estaba bien. Dije que sí todavía con la nariz aplastada contra la moqueta verde del rellano, hasta que el cabreo que pillé fue monumental, cuando oí una risa procedente de unas zapatillas converse negras y masculinas que se habían detenido delante de la caja que había provocado mi caída.




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