Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 16

CAPÍTULO 16

Cerrar los ojos… no va a cambiar nada. Nada va a desaparecer simplemente por no ver lo que está pasando. De hecho, las cosas serán aún peor la próxima vez que los abras. Solo un cobarde cierra los ojos. Cerrar los ojos y taparse los oídos no va a hacer que el tiempo se detenga.

Haruki Murakami

(Kafka en la orilla)

ANTES

Al salir a las ocho de la mañana dirección al café, me tropecé con Jack, el vecino nuevo de enfrente. Me dio los buenos días, fue amable, pero yo ya le había cogido un poco de tirria, así que me limité a bajar las escaleras deprisa y salir al exterior. Hacía mucho frío en Nueva York. Me abrigué bien, cogí el metro y al cabo de media hora, ya estaba trabajando en el café con unas ganas locas de ver a Bob. Se hizo de rogar. Tal y como me tenía acostumbrada. Llegó a las once y media de la mañana con una bufanda horrible abrigando su cuello.

—¡Ya tenemos aquí al amante de Teruel! —exclamó Jerry, que siempre ha sido muy bromista.

Me puse colorada, creo que Bob también. Pidió un zumo de naranja natural y se sentó en “la mesa de siempre”.

—Chiquita, creo que tienes diez minutos de descanso. Anda, ve. Siéntate con él.

Ni te imaginas cuánto se lo agradecí. Era lo que más me apetecía en el mundo. Sentarme con él. Estar con él.

—No he dormido en toda la noche —reconoció—. No he dejado de pensar en ti.

Un largo «Ohhhhhhh» se apoderó de mi mente. Pero si algún trauma tenía era Tom, el chico inglés que había conocido en Irlanda y que también me engatusó con sus palabras bonitas.

—Pero…

Nunca me han gustado los «pero». Nunca. Los «pero» no traen nada bueno nunca.

—En un mes me voy a Australia.

Casi se me sale el café por los orificios de la nariz.

—¿A Australia? No será una de esas excusas para desaparecer, ¿no?

—Me temo que no —respondió tristemente cogiendo mi mano.

Se me erizó la piel como ocurrió la noche anterior en el cine. Era como si con solo un roce, fuera capaz de estremecerme. Eso es amor, ¿verdad?, pensaba yo.

—¿Y tienes que irte sí o sí?

Asintió. Durante unos segundos tuve una fuerte lucha interna que consistía en: mandarle a la mierda por haberme querido conquistar aun sabiendo que en un mes se iría o decirle que disfrutáramos y viviéramos a tope el mes que teníamos antes de que él se fuera a la otra punta del mundo a vivir. Finalmente y, afortunadamente, me decanté por esto último. Disfrutar del tiempo y del momento a pesar de las consecuencias de la decisión tomada. Ya lo decía yo, «una chica como yo, nunca tiene suerte. Conoce al que parece el hombre de su vida y este, por asuntos programados antes de saber de mi existencia, tiene que irse. Y yo me quedo. ¿Qué haría yo en Australia? ¡Sería una locura!»

—Vale —murmuré—. ¿Quieres venir esta noche a mi casa? —me atreví a preguntarle.

Asintió.

*Nota para el lector: lo que a continuación relato, no se lo cuento a mi hija ni en broma. Simplemente, lo paso por alto.

Había convencido a Kim para que quedase con Bárbara en cualquier pub mugriento de la ciudad. Al principio se quejó un poco, estaba en la parte más interesante de la novela que escribía y lo que menos le apetecía era tener que salir a las frías calles de Nueva York con la loca y egocéntrica de nuestra amiga que por poco acaba entre rejas en un pequeño pueblo al sur de Irlanda.

Sin embargo, el vecino de enfrente no podía dejarme tener la fiesta en paz. Tenía un plan romántico preparado; había comprado incluso velas y esperaba que a Bob le gustase la pizza, porque por aquel entonces, yo no sabía cocinar muy bien. No. En realidad no sabía cocinar nada, ni un huevo frito.

Bob llegó junto a un rebaño de gente; jóvenes alocados que se dirigían al piso de enfrente ante las quejas y los gritos de la vieja Dorothy al vecino de nuevo.

—¡Una fiesta! ¿Una fiesta hoy? ¡Si es miércoles, muchachos! Como arméis mucho ruido llamo a la policía. ¡Quedáis avisados!

Rogué a Dios y a todos los ángeles, que llamase a la policía. Pero la muy mentirosa no llegó a hacerlo.

Bob y yo cenamos entre dos románticas velas y la luz tenue que había preparado para la ocasión, mientras de fondo se oía a gente reír, chillar, taconear y bailar al son de una música horrible que, con el tiempo, he preferido olvidar. Estilo heavy, aunque en realidad, el vecino tenía pinta de todo menos de heavy.

—Menuda fiesta tienen montada —reía Bob.

Yo también me reí, pero solo por el hecho de estar imaginándome estrangulando al vecino de enfrente. A las doce de la noche, seguían con la fiesta mientras Bob y yo estábamos sentados en el sofá viendo una película. No recuerdo cuál, yo solo podía mirarlo a él. A los nuevos ojos más bonitos del mundo. En un momento de la peli, él se levantó y fue a apagar la luz. Yo me quedé sentada esperándolo, y cuando vino, puso sus manos en mis mejillas; me miró fijamente y acercó su rostro al mío. Cuando nuestros labios estaban a punto de conocerse, sonó el timbre. No delicadamente, no. Fuerte. Un sonido fuerte que me destrozó el tímpano.




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