CAPÍTULO 18
—
Habernos encontrado no fue ninguna coincidencia, tampoco fue casualidad. Quizás ya todo estaba predeterminado, el destino ya lo tenía preparado. Y a pesar de nuestras tantas diferencias, seguimos aquí conquistándonos a diario, sin límites ni horarios.
ANTES
Hacía tres semanas que Bob se había ido a Australia. Kim intentaba animarme a base de tabletas de chocolate, helados de vainilla, enormes pizzas y Mc Donald’s para llevar. Como si mi madre no me tuviera bien alimentada en las comidas y cenas de navidad que celebrábamos en ese mes.
Rara vez Kim salía por las noches, pero aquel jueves en el que yo salí tarde del café y para colmo me di cuenta al llegar a casa que me había dejado las llaves, no estaba. Toqué al timbre cien veces, pero no contestaba. Así que me coloqué bien el gorrito de lana asqueada por mi mala suerte y esperé pasando un frío desolador hasta que entrase algún vecino que me dejara subir al rellano. El señor Hope, el vecino del segundo, tardó veinte minutos en venir. Iba con un carrito de la compra, me pregunté si habría alguna chocolatina en su interior. Me estaba muriendo de hambre.
—Jovencita, ¿te has dejado las llaves? —me preguntó apenado.
—Sí, señor Hope.
—Vaya por Dios. Adelante, adelante. ¿Quieres subir a mi piso y esperar a tu compañera allí?
Ni de broma.
—No, no hace falta. Seguro que llega enseguida.
—Como quieras.
Me adelanté al desesperantemente lento paso del señor Hope y subí corriendo las escaleras hasta el cuarto piso. Llamé dos veces a la puerta, por si Kim no había escuchado el timbre de abajo. Pero no, efectivamente, a Kim se le había ocurrido salir esa noche. ¿Estaría con Bárbara? ¿Habría ligado? No, ninguna de las dos posibilidades eran coherentes, sino más bien pertenecientes a un libro de fantasía, ficción e irrealidad.
«Genial. ¡Viva mi buena suerte!», pensé con fastidio.
Apoyé la espalda contra la puerta y me dejé arrastrar hasta el suelo, sentándome con las piernas cruzadas y matando el tiempo mordiéndome las uñas.
A las doce y media de la noche, Kim aún no estaba en casa. Y no, aún no teníamos la ferviente necesidad de llevar teléfonos móviles con nosotros, así que no tenía manera de localizarla. Estaba tan desesperada, que a punto estuve de bajar al segundo piso y tocar a la puerta del señor Hope o a la de la ancianita Dorothy, a escasos metros, y todavía más, cuando me di cuenta que unos pasos que no eran los de Kim, subían las escaleras.
Miré a mi alrededor buscando un lugar en el que poder esconderme, pero dudé mucho de que el vecino de enfrente no me descubriera detrás del minúsculo extintor de incendios o de la maceta con la palmera artificial.
—¡Hombre, vecina! —exclamó Jack—. ¿Te has dejado las llaves en casa?
—Ajá —respondí mirándome las uñas.
Metió la llave en la cerradura y tras unos segundos de silencio, se dio la vuelta y, agachándose para estar a la altura de mis ojos, me dijo:
—Si quieres puedes entrar. Seguro que tienes hambre. Tranquila, no muerdo y te perdono lo de aquel día.
—¿Que tú me perdonas lo de aquel día? ¿Después de todo el jaleo que montasteis? Estás loco.
—Vamos, entra. No te quedes aquí. Kim no va a venir hoy.
—¿Y tú cómo sabes eso?
Me pregunté si podía entrar de alguna manera a mi apartamento. Pero el suyo daba al otro lado de la calle y no había manera posible de colarme desde alguna ventana a mi apartamento.
—Me la he encontrado esta mañana. Me ha contado que se ha apuntado a un curso de literatura por las noches cerca de la casa de sus padres y que hoy dormiría allí.
—¿Y yo por qué no me he enterado de eso?
—Porque estarás demasiado ocupada pensando en… ¿Cómo se llama?
Sabía a quién se refería, pero no le iba a dar el gusto de que supiese su nombre.
—Venga, pasa. Mi sofá es muy cómodo.
Lo miré un instante. Me pareció totalmente diferente al chico que me destrozó mi momento romántico con Bob aquella noche, o al que se encargó de que me diera un buen golpe dejando las cajas de mudanza fuera de lugar.
—Ni hablar. Prefiero dormir aquí que entrar en tu apartamento.
—Vale, como quieras.
Cerré los ojos, pero en esa posición era imposible dormir. Desesperada, miré el reloj. Las dos de la madrugada. Jack tenía razón, Kim no iba a volver a casa esa noche. ¿Me contaría lo del curso de escritura y lo de que se quedaría a dormir en casa de sus padres? Puede que sí me lo dijera, pero Jack tenía razón en algo: solo pensaba en Bob. Mi cabeza siempre parecía estar en otra parte.
Al cabo de un rato, la puerta del apartamento de enfrente se abrió. Jack apareció en pijama mirándome con pena y me acercó un sándwich de jamón y queso y un vaso de agua.
—¿Por qué haces esto?
—No puedo dejarte morir de hambre.
#3805 en Novela romántica
#1137 en Chick lit
novelaromantica, novela juvenil corta, novela juvenil romance
Editado: 11.10.2024