CAPÍTULO 22
—
Un día voy a escribir todo lo que siento. Y vas a leerlo y a preguntarte si se trata de ti. Y probablemente sí. Y posiblemente ya no.
ANTES
La primavera estaba a punto de llegar a la ciudad de Nueva York. Kim seguía con sus cursos literarios y sus historias, en las que nunca, afortunadamente, dejó de creer. De vez en cuanto traía a Adam a casa, pero se quejaba de lo poco romántico que era y de lo mucho que le gustaba la ciencia ficción.
—¡Ciencia ficción! ¿Te lo puedes creer? —se quejaba, dando vueltas por el salón. Eso, según decía ella, le inspiraba.
No la escuchaba demasiado. No porque pensase en Bob, que me había escrito algún email diciéndome que Australia era un lugar genial para vivir; más tranquilo que Nueva York aunque…
«Me faltas tú»
—¡Ohhhhhh! —exclamaba siempre Kim, leyendo mis emails privados por encima de mi hombro.
—¿Qué es lo que no entiendes de la palabra «privacidad», Kim?
Jack, desde aquel fallido beso de hacía unos meses, me evitaba. Yo trataba de salir al mismo tiempo que él, pero siempre bajaba la cabeza, saludaba con la mano y bajaba corriendo las escaleras. Cuando yo salía a la calle no había ni rastro de él.
—Os habíais hecho muy amigos, Jean. Qué pena —se lamentaba Kim.
Un día, encontré a Adam frente a la puerta de nuestro apartamento.
—Hola, Adam —le saludé—. ¿Esperas a Kim?
—En realidad venía a verte a ti.
Supuse que algún vecino le había dejado entrar. Me sorprendió su atrevimiento.
—¿Por qué?
Se aproximaba el cumpleaños de Kim. Pensé, con lo amigos que eran, que quizá quisiera prepararle una fiesta sorpresa o algo así.
—Para ir a tomar algo o no sé, ir al cine, si quieres.
Quise volver a preguntarle «¿Por qué?», pero hubiera pensado que era idiota. En mi cabeza solo tenía un cuadro en el que quería centrarme esa noche, pero como Adam era tan amigo de Kim, no quería quedar mal y acepté a la propuesta de ir a tomar algo a un bar cercano.
Nos sentamos en la mesa; Adam se tocaba las manos con nerviosismo y yo, más pendiente de la ventana por si veía a Kim pasar por allí y que me “salvase” de esa extraña situación, vi en ese momento cómo Jack me miraba desde la acera de enfrente. Fue una mirada fugaz, de apenas un segundo, pero en la que entendí cuánto le dolía que estuviera en un bar con otro tío.
—Kim habla maravillas de ti —empezó a decir Adam—. Dice que serás la próxima Dalí o algo así —rio.
—Qué exagerada. No, en realidad mis cuadros son abstractos. —Inteligente por su parte preguntarme sobre mi pasión. Podría estar hablando de arte durante horas—. Muy coloridos, lienzos grandes… a menudo me gusta imaginarlos en apartamentos enormes y modernísimos de Upper East Side, de esos con grandes ventanales que hay frente al Central Park.
—Algún día pueden estar ahí.
—Algún día… tengo la esperanza. Pero es complicado.
—¿Complicado por qué? Si es lo que te gusta, adelante. A por tus sueños. Soy de los que piensa que cuando deseas algo con mucha, mucha fuerza, el universo conspira para que se realice.
—¿Esa frase de dónde la has sacado, Adam? —reí, dándole un sorbo al café y tratando de sacarme de la cabeza a Jack y su mirada de cordero degollado. Solo me apetecía salir de ahí e ir a hablar con él después de tanto tiempo. No quería que nuestra amistad, al menos la que se había empezado a forjar, terminase tan mal.
—Bueno, no pierdas la esperanza. La esperanza es lo último que se pierde.
Fue agradable estar con Adam. Nos despedimos en el portal y prometimos repetir otro día. Una «segunda cita», dijo Adam. Así como yo había temido asustar a Bob cuando la primera noche en la que vino a mi apartamento le propuse pasar la noche conmigo; creo que Adam temió lo mismo al ver mi cara de circunstancias cuando dijo lo de tener un segundo encuentro.
—Bueno, si quieres, yo…
—Claro, sí, sí. Claro que sí, Adam.
Se agachó un poco, puso su mano en mi hombro y me besó en la mejilla.
«Encantador», pensé yo.
«¡Ohhhhhhh!», hubiera exclamado Kim.
Subí corriendo las escaleras y toqué el timbre de la puerta de Jack. Tardó un poco en abrirme, así que yo, mientras tanto, aproveché para respirar hondo con tal de tranquilizarme un poco.
Cuando abrió, con las cejas enarcadas y una mueca de disgusto, no llevaba ninguna de esas feas camisetas puestas y me miró como diciendo:
«¿Soy un segundo plato para ti?»
—Entra —dijo, dándose la vuelta y yendo hasta el sofá.
—Jack, no me gusta. No me gusta que estemos enfadados.
«Me importas mucho más de lo que crees», le hubiera dicho en ese momento. Pero estaba tan enfadado, que esperé. Ya habría tiempo de decir cursiladas en otro momento.
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Editado: 11.10.2024