"I dream my painting and I paint my dream."
- Vincent van Gogh
A veces me pregunto en qué momento exacto las cosas empezaron a doler. No el tipo de dolor que arde como una herida abierta, sino ese que se queda en silencio, que se acomoda dentro del pecho como si tuviera derecho a quedarse ahí para siempre.
Pero esta no es una historia de tristeza. O al menos no solo de eso.
Es una historia de muchas cosas: de amistad, de silencios largos, de pequeños gestos que dejan huella. Y también, de una chica como muchas, que aprendió a seguir caminando aun cuando sentía que sus piernas no respondían.
Recuerdo que en secundaria solía levantarme antes que el sol. No por gusto, claro. Me gustaba ver cómo la luz atravesaba las cortinas poco a poco mientras el mundo afuera parecía dormido. A veces me quedaba así, acostada, sin moverme, escuchando el tic-tac del reloj. Había algo reconfortante en esa espera muda. Como si, por unos minutos, el tiempo se detuviera y todo fuera más simple, siempre tuve esa sensación de querer mejorar mi vida, de avanzar y pensar que todo podría ser diferente, con ganas de vivir la mejor versión de ti misma que podrías tener, pero cuando te decides es cuando aparece, ese "algo", que esta dentro de uno, que no le permite moverse, que hace que todo tu ser se quede estático, cuando la cama y las mantas se vuelven tan cómodas, tan confidentes de las cosas que sientes, que pasas.
Como cuando la soledad es tan abrumadora que te refugias en internet, en mensajes o aplicaciones donde puedes ser tu, o incluso fingir ser otra persona.
Ojala la vida fuera tan fácil como crear un perfil en alguna red social, o en un juego y fingir ser la persona que nos gustaría ser.
Pero... la vida no es así, es mas compleja.., aunque no siempre debe ser mala.
En el colegio yo no hablaba mucho. No porque no tuviera cosas que decir, sino porque nunca supe bien cómo decirlas. Había aprendido a observar desde lejos, a escuchar las conversaciones sin intervenir, a reír con cuidado para no llamar demasiado la atención.
Y sin embargo, me gustaba bailar. En cada actuación, en cada presentación del colegio, ahí estaba yo. No porque me sintiera segura -al contrario, mis manos temblaban justo antes de subir al escenario-, sino porque por un rato podía convertirme en otra. En alguien que no tenía miedo. En alguien que brillaba.
Fue entonces, en uno de esos días de ensayo, cuando lo vi por primera vez.
Él estaba en el fondo del aula, conversando con un grupo de chicos. No era particularmente ruidoso, pero su risa destacaba. Una risa profunda, despreocupada. De esas que uno escucha y, sin saber por qué, siente la necesidad de volver a oír.
Su nombre era Luca Moretti.
Al principio, solo nos cruzábamos miradas. A veces me encontraba con sus ojos mientras recogía mis cosas, otras mientras él bromeaba con sus amigos y yo pasaba cerca. No hablábamos. Pero había algo. Algo en su forma de observar el mundo que me resultaba... familiar.
Con el tiempo, empezamos a hablar. Muy poco. A veces se burlaba suavemente de mí por alguna tontería, otras veces me ofrecía ayuda con algún ejercicio de matemáticas. Era curioso. No destacaba en muchos cursos, pero en las matemáticas parecía moverse con una facilidad envidiable.
Una tarde, mientras yo luchaba por concentrarme en un problema de álgebra y un fuerte dolor de cabeza me envolvía, él se acercó con su cuaderno en mano. No sabía que me sentía mal. Solo me ofreció ayuda como si nada. Nos sentamos juntos y, con infinita paciencia, me explicó paso por paso. Su letra era desordenada, pero su voz era suave. Yo apenas podía seguirle el ritmo, no por la dificultad del ejercicio, sino por el dolor que crecía dentro de mi cuerpo.
Recuerdo que en esos momentos él notó que algo no estaba bien.
-¿Estás bien? -preguntó.
-Sí -mentí, necesitaba pasar ese curso y sentirme mal no era una opción.
Poco después, mi cuerpo no aguantó más. Me llevaron a casa, enferma, agotada. Pero lo recordé. Lo recordé quedándose sentado, mirando cómo me iban sacando del aula. Y algo en su expresión me acompañó durante días.
Ese fue uno de los primeros momentos que guardé de él. Un momento simple. Cotidiano. Pero que, para mí, significó algo.
Y luego estuvo esa vez, durante las olimpiadas escolares. Estábamos en medio de una carrera de relevos y, tropecé en la curva final. Caí mal, raspando toda mi pierna. Me levanté rápido, fingiendo que no dolía, ya que la vergüenza ya fue suficiente para mi, imagínense, caer frente a TODA su escuela, frente a padres de familia, amigas, etc., fue horrible, cuando acabo mi equipo quedo en 2do lugar y no pude evitar sentirme culpable, termine alejándome de mis compañeros antes de pasar aun mas pena y me fui a la parte de atrás de las bancas donde nadie me vería o eso pensé, apartada, intentando limpiarme con la manga del buzo, y aguantando las ganas de llorar, por la herida, y sobre todo la humillante situación. Mientras mi papá y una maestra fueron a buscar algo para curarme.
Entonces, lo vi. Luca venía caminando con sus amigos, todos riendo por algo que no alcancé a oír. Al pasar cerca, se detuvo. Me miró.
-¿Te hiciste daño?
Asentí, sin muchas ganas de hablar.
Él no dijo nada más. Se agachó a mi lado, miró mi pierna con un gesto que no supe descifrar... Tal vez eso fue lo que me hizo volver a mirarlo distinto. No su sonrisa, no su forma de reír, ni su habilidad con los números, o la atención que me puso. Sino momentos pequeños, sin necesidad de hacer un gran gesto. Solo estar
Pero no me enamoré de el entonces. No aún.
Eso vendría después..
Resignada a tener que salir de la cama, me levante luego del grito de mi madre de que si no lo hacia terminaría retrasada y castigada, como si no fuera la primera vez que llegaba tarde a pesar de levantarme temprano, así que de mala gana me puse el uniforme, tome mis cosas y mi papá me acompaño hasta la entrada, lo típico de todos los días claro, pero no sabia lo mucho que terminaría extrañando esos días tan normales.