Unas horas antes, inmediatamente después de que su joven amo hubiera huido, el mayordomo Obie regresó, frustradísimo, a la torre del señor Edric, dueño de la gran multinacional Industrias Edric.
Como en aquel lugar él no representaba nada, tuvo que esperar callado del otro lado de la puerta a que la reunión ejecutiva terminara para hablar con Amos.
Estuvo ahí parado por más de una hora, callado, en silencio, pretendiendo no existir, imaginando mil cosas que superaban por mucho sus capacidades en la vida real.
Finalmente, cuando la reunión acabó, el mayordomo se dignó a entrar en la oficina del Tiburón Empresarial. Él estaba sentado en su silla aterciopelada, mirando la ciudad. Desde esa altura, la gente parecía no ser más que hormigas. Nada muy diferente a lo que el señor Edric pensaba.
—Disculpe... —habló el mayordomo, tímido.
—¿Trajiste a ese muchacho? —inquirió Amos, sin siquiera dirigirle la mirada. La voz gruesa y carrasposa salía de su boca con cierta inquietud.
Antes de responder que no, el mayordomo se tomó un momento. No sabía cómo le iba a caer la mala noticia a su amo.
—Ya han pasado dos meses. —Los ojos de Amos apuntaban ahora al reflejo que se había creado en la ventana.
—Señor, ¿no ha pensado en renegar de su hijo así como él lo hace de usted?
Craso error, pues aquella atrevida pregunta desembocó en una mirada furiosa por parte del señor Edric.
—Le pido que me disculpe por mi atrevimiento.
—Ese mocoso de mierda no me deja otra opción... ¡Tchk! Obie, llama a la Policía inmediatamente. Si ese chico no quiere venir por las buenas, vendrá por las malas.
—¡Pero, señor! Creí que quería encargarse de este asunto de manera discreta. Si lo sabe la Policía...
—Idiota, tengo mis contactos con ellos. Si les pido que mantengan total discreción, lo harán sin chistar. No te olvides de con quién estás hablando. Ahora ve y haz lo que te digo, que tengo asuntos más importantes con los que tratar.
—Sí, señor.