Fleta había prometido a Aiden dejarlo vivir en su hogar, aunque no estaba segura de poder cumplir aquella promesa. Después de todo, no vivía sola. Su papá vivía con ella, y no sabía cómo se tomaría que un perfecto extraño viniera a invadir su espacio personal.
—¿Y cómo es? —preguntó Aiden, emocionado—. Me refiero al "refugio", ¿cómo es?
—Oye, no la llames "refugio", fue solo un decir. Y, antes que nada, no estamos yendo a mi casa aún. Todavía nos queda una parada más —mencionó, desanimada.
—¿Dónde? —Aiden inclinó la cabeza, confundido por cómo cambió la voz de su futura hospedante.
—Vamos al hospital. Específicamente, a la farmacia.
El muchacho frenó en seco. Ella había usado pocas palabras, pero su mensaje había sido claro. "Alguien de mi familia la está pasando mal, y robé para poder comprar sus medicamentos".
Fleta lo miró a los ojos, tratando de figurar qué se pasaba por su cabeza, hasta que él la envolvió en sus brazos y palmeó su espalda.
—¿Qué... qué haces?
—Lo lamento. Que estés pasando por esto. Lo lamento, de verdad.
—Oye —Se separó de sus brazos, avergonzada—, igual podía estar yendo a comprar jarabe para la tos solamente.
—¿A un hospital en vez de a una farmacia cualquiera? ¿Dónde quedó tu capacidad para mentir? ¿Se la llevó ese policía? —bromeó, acariciando su cabello.
—¿Te molesta si te cuento después, antes de llegar a casa?
El viento sopló con fuerza, estaba comenzando a atardecer.
—No tienes por qué contármelo si no quieres, disculpa si pregunté algo que no debía.
Ella se dio vuelta y se frotó el brazo mientras retomaba la caminata.
—Está bien. De todas formas te enterarás cuando llegues a casa —murmuró, afligida, en un tono inaudible.