El maratón de la novela había acabado para el mediodía con la trágica muerte de Ricardo a manos de un rival nunca esperado por él. Apenas la novela concluyó, el señor Melvin volvió con Aiden y Fleta, quienes esperaban en el depósito, aburridos, y les entregó a ambos un par de hojas.
Los chicos las aceptaron y se pusieron a estudiarlas sin que el dueño de la tienda dijera una sola palabra. Al parecer, eran listas con productos de un lado, y sus precios del otro. Al cabo de cinco minutos, Melvin abrió la boca.
—¡Primera prueba de la tienda de Melvin: memoria! —exclamó en voz no demasiado alta—. Todo buen cajero o empleado de este digno establecimiento debe tener una cosa sí o sí, buena capacidad para recordar los precios.
Sonaba lógico. A decir verdad, Fleta se había imaginado un ejercicio mucho más surrealista, como complacer los deseos de su futuro jefe al ordenar los perfumes o shampoos de una manera que llamara la atención.
—Aunque contamos con los códigos de barras y las lectoras, no podemos darnos el lujo de no saber cuánto vale lo que estamos vendiendo. Por eso, la primera prueba consiste en leer y memorizar, en cinco minutos, la lista de precios que hay ahí (que debe ser el 10 % del local) y responderme bien cuando les pregunte cada precio. ¿Creen que puedan con eso, mocosos?
No hizo falta respuesta alguna. Los dos pares de ojos que cayeron sobre el señor Melvin fueron prueba suficiente.
El dueño los dejó solos al tiempo que ambos jóvenes comenzaban a leer una y otra vez la lista. Sus ojos iban de acá allá y de allí aquí sin descansar.
Cuando el plazo de tiempo se acabó, Melvin regresó y preguntó por los precios, confiando en que ninguno pasara el límite de los tres errores.
Ni Aiden ni Fleta se equivocaron en un solo artículo. Ni siquiera por un centavo.
—¡Felicidades! —aplaudió Leah, desde el mostrador, ignorando al cliente que se aproximaba—. Yo cometí dos errores en esa prueba, así que supongo que lo hicieron mejor.
Ambos rieron y se sonrojaron un poco.
—La segunda prueba no se parece en nada a la primera —explicó ahora Leah, levantando el dedo índice y cerrando los ojos, unos instantes después.
—Podemos con eso —prometió Aiden, confiado.
—Si pudimos con la otra, ¿por qué no con esta? —Fleta se sentía igual que su compañero.
—Porque en esta entra el concepto del orden —reveló Melvin, sonriente, poniendo una mano en el hombro de cada uno—. Síganme, por favor. —Los llevó hasta el pasillo de perfumería.
La prueba terminó siendo exactamente lo que la adolescente había imaginado en un principio, ordenar.
<<¿Acaso esto es una excusa para que le limpiemos el negocio gratis?>>, se preguntó ella, pero no podía confirmar su duda ni con Leah ni con el señor Melvin.
Pasada esa prueba y la tercera, que era hacer cálculos sencillos en tiempo récord, llegó la cuarta y última. Aquella era la más interesante, porque se trataba de lo que realmente pasaba en un local corriente.
Tomaría toda la tarde y, en caso de aprobar, mañana sería su primer día de trabajo. La prueba final consistía en, por turnos, atender el local. Tan simple como sonaba en teoría, parecía más fácil que las otras tres pruebas, pero la verdad era que, durante ese periodo, estaría cada cual estaría solo a su merced. No contarían con la ayuda de Melvin, de Leah, o de incluso su otro compañero. El dueño de la tienda los estaría vigilando a través de las cámaras de seguridad para verificar la situación, en la "zona libre de clientes", es decir, donde tenía la televisión.
El primer turno, de 14 a 17, fue el de Fleta. Aiden sabía que estaba prohibido intervenir, así que se quedó merodeando por los pasillos buscando cosas que ordenar o mejorar su estado.
Casi como si fuera un local distinto, este comenzó a llenarse.
A la hora de estar pasando productos por el lector de códigos, apareció un viejito confuso y con claros problemas en la vista.
—¿Cuánto valen esas gomitas? —Señaló a unas que estaban detrás del mostrador.
—Cincuenta centavos —respondió Fleta, sonando los más animada posible—. ¿Quiere unas?
—Mmm —Se quedó pensando un momento, retardando a la fila que detrás de él se formaba—, no. Creo que no. Mejor agrégame unas mentitas y listo.
—¡Mentitas agregadas! —sonrió ella, al tiempo que pasaba los productos a la velocidad de la luz y, los que el lector no leía, escribía el código en la computadora, para tener a la vista el precio—. Serían diez dólares exactos.
—Está bien, jovencita —aceptó el anciano—. Pagaré con tarjeta.
Fleta abrió los ojos como platos.
A través del televisor, la novata estaba siendo observada por Leah y su padre. Al notar que el viejo había sacado una tarjeta de crédito, la chica se levantó de inmediato, con intención de ayudar a Fleta.
—¡Espera, Leah! —La detuvo Melvin, sin inmutarse ni cambiar de posición.
—¡Papá, sé que dijiste que no los íbamos a ayudar, pero esta niña no sabe usar una tarjeta de crédito, menos cobrar una!
Melvin no respondió. No hacía falta.