Pocas fueron las veces en las que los clientes pagaron con tarjeta de crédito, aunque, ya habiéndolo hecho una vez, las demás fueron pan comido.
Pasado el turno de Fleta, le tocó a Aiden encargarse de la caja. Su horario iba desde las 17 a 20 horas. Tras eso, cerraría la tienda de Melvin por hoy.
La muchacha quiso saber cómo le había ido y si había aprobado la última prueba, pero ni Melvin ni Leah se dispusieron a darle sus resultados hasta que Aiden terminara.
Lo que sí no les había dicho a los chicos era que varios de los clientes que habían venido en el horario de Fleta, y varios de los que vendrían en el horario de Aiden, eran amigos del dueño, que le estaban haciendo el favor de evaluar cómo eran los chicos en caja y como empleados.
Esta era la parte que realmente solía variar entre cada prueba hecha a cada pretendiente al puesto. Las otras tres tendían a ser casi siempre iguales, con la variación de cambiar los nombres o los precios de los productos en la primera prueba, o ir a un pasillo diferente a ordenar en la segunda.
Lo que Leah había dicho antes de las pruebas en parte fue con el propósito de asustarlos, mas no carecía de verdad. <<Las pruebas nunca son iguales y siempre varían según la persona>>. Cada "simulador" de Melvin actuaba de forma distinta según el aspirante al puesto.
Aunque Aiden no sabía aquello, se preparó con todos sus ánimos para atender a cuantos clientes pudiera. Fleta se había alejado lo suficiente como para que no pareciera que estaba ayudándolo. En secreto, le prestaba atención.
Para el muchacho, que estaba más acostumbrado a tratar con dinero, debido a su poco querido pasado, fue un juego de niños trabajar con los números y las tarjetas de los clientes.
Era verdad que no tenía el carisma de Fleta en atender, pero lo compensaba por su velocidad a la hora de cobrar, dar vuelto, o pasar la tarjeta.
Fue a las 19:30 cuando todo sucedió.
En pleno atardecer, casi ya sin gente en la tienda, entró un niño. Aquel muchachito tenía mal aspecto, las rodillas raspadas, los shorts y camiseta sucios y el pelo enmarañado. Le faltaba un zapato en el pie derecho y, en sus brazos heridos, cargaba con lo que parecía ser un cachorro lastimado.
—¡Ayuda! —suplicó este, llorando—. ¡Por favor! ¡Unos niños! ¡El perrito! ¡Necesita ayuda médica!
Aiden se sobresaltó. Recordó que, en una situación así, convenía no alterarse e intentó tranquilizar al niño que parecía vivir en la calle.
Salió del mostrador y se puso en cuclillas para estar a su altura. Viéndolo de cerca, el perro parecía bastante malherido. Le causó un hueco en el corazón a Aiden.
—Calma. Respira hondo y dime qué pasó.
El niño hizo un esfuerzo para frenar las lágrimas y su desesperación.
—Unos niños... lastimaron a este perrito y lo dejaron así. Él no les había hecho nada. Solo quiso defender a su mamá de esos niños malos.
—¿Qué... le hicieron a la madre? —Se atrevió a preguntar, aunque ya preveía una respuesta.
El niño no contestó. Se limitó a negar con la cabeza, llorando de nuevo.
—Por favor, señor. No puedo dejar que se muera. No quiero, no quiero, no quiero. Pero no sé qué hacer. Ya pasé por otras tres tiendas y ninguna me quiso ayudar...
Aiden le puso el dedo índice entre los labios, en señal de que se callara. Luego, le sonrió pacíficamente.
<<¿Qué es lo que estoy haciendo?>>, preguntó la parte racional de su cerebro. <<Sé muy bien que si dejo el mostrador ahora perderé toda oportunidad de que me acepten. Y no solo eso, también podría estar perjudicando a Fleta... ¡Ah! ¡¿Pero qué estoy diciendo?! ¡Un cachorro se está muriendo ante mis ojos!>>, replicó la parte emocional. <<¡No voy a negarme ante un niño que pide auxilio a los gritos! ¡No soy como él!>>.
—¡No perdamos tiempo! —le sonrió Aiden, observando que el perro estaba hallando problemas al respirar.
Tomó al niño de la mano y corrió hasta Fleta.
—¡Te encargo la caja! ¡Por favor! ¡Vuelvo en cinco minutos!
No hizo falta que le explicara nada. El ver a su amigo sosteniendo de la mano al niño con el perrito herido fue más que suficiente. Le recordó a la vez que se habían conocido. Parecía que estaba en él ayudar a quien lo necesitara. Sonrió, nostálgica.
Apenas salieron de la tienda, Aiden tomó al cachorro y lo llevó en su brazo, mientras con la otra mano tomaba la del niño y lo llevaba corriendo hasta una veterinaria que conocía.
<<Por favor, señor. No puedo dejar que se muera. No quiero...>>. Aquella súplica le había recordado algo. Un recuerdo que creía olvidado y enterrado en los anales de su memoria>>.
<<¡Por favor, papá!>>, había suplicado el pequeño Aiden esa tarde. <<¡No lo dejes ahí solo para que muera! No...>>.
—Tranquilo, niño. Vivirá, te lo prometo. —Frunció el ceño, decidido.
***
Había sido una de las experiencias más traumáticas para Aiden. Aún en el presente la recordaba.
Pasadas unas semanas de la muerte de la madre de Aiden, Amos Edric comenzó a ir a buscar a su hijo al primario. En ese entonces, Aiden apenas tenía once años y su padre no era el empresario más importante de la isla. Aun así, la única razón por la que iba a buscar a su hijo a la escuela era por la última voluntad de su mujer. Le había pedido que, cuando muriera, compartiera un poco más de tiempo con él. Ella soñaba con que hijo y padre pudieran construir un mejor vínculo tras su partida.
Sin embargo, aquel no era más que tiempo perdido. Debido a su personalidad fría y ominosa, el pequeño Aiden tenía miedo de hablar con su padre. Fue así desde siempre, y el niño creía que lo sería hasta el final de sus días.
Las vueltas a casa, al atardecer, solían venir plagadas de un silencio sepulcral. Aiden caminaba unos tres o cuatro pasos detrás de su padre, quien no veía la hora de llegar a su casa para seguir con sus asuntos y negocios personales.