Úrsula

El día del sancocho

 

Domingo por la mañana. Éste era un día de visitar la casa de las abuelas, eran días especiales, cada una de ellas tenían una esencia tan magnífica, que el sabor de la vainilla junto a ellas apestaba. Un frenesí de mis poros brotaba, con una afinaba la costura y con la otra el canto, los tejidos y la calidad humana. Stella, la abuela paterna, de descendencia española, Oriana, la abuela materna, oriunda del oriente y sus costas. El mejor día de la semana y de plato fuerte, en ambas casas el fin de año. ¿Quién no ha de amar a estos premios de la vida—las abuelas— y los lleva colgadas como piochas en sus hombros? Ese día como, fuimos a la casa de la abuela Stella, recuerdo había cerveza, ron, vino y ponche. Papá no había llegado, se encontraban mis tíos y primos, mi madre me había dejado, iba a la peluquería de su amiga, eran unas viejas cotorras. Sus conversaciones solían tener algo de morbo. En pleno medio día, ya la leña ardía y unos pollos colgados esperando ser comida, pero antes de hervirlas parecían conversar mientras permanecían colgadas atadas por las patas. Era una tortura verlo, pero ese día me estrené. Mutile mi primera gallina, de fondo música llanera y un corrido de joropo. Valía la pena, fuera de las cuatro paredes pintadas había mejores cosas para degustar a la vista, al conocimiento y al paladar. Ya casi a las tres de la tarde estuvo listo el sancocho. Un cruzado de gallina y res. Papá llegó, todos estábamos asombrados; no llegó ebrio o al menos eso se pudo observar, sabía que si llegaba con un sorbo de trago encima, la abuela lo correría.  La abuela, era dueña de una hacienda en la que se disfrutaba ver el ocaso llegar, y al despertar con un olor a café recién tostado viajabas en la memoria, ver la luna partir, era un espectáculo. Era el lugar perfecto. No había mucho que decir de civilización, pero sí de buenas costumbres y trabajo de campo con una amplia gama. Los abuelos, en su época no conocían de maquinarias digitales, pero de acuerdo a la luna en cualquiera de sus estaciones, llegaban ellos y te enseñaban que tipo de hortaliza había que sembrar para luego ver la cosecha. Yo los escuchaba, pero no aprendí en la práctica nada que me interesara de aquella escuela. No nací para la siembra, pero aprendí a preparar casería, a como matar una gallina, que al cochino se le noquea y luego con un punzón terminas. Tuve para escoger. Amaba una familia y a la otra simplemente me adecué.

Terminó el domingo y me toca volver al infierno en la tierra. Mamá no llegó, mi padre y yo nos fuimos. No converse durante el camino. ¿Qué le podía decir o de qué le podía hablar que no se fuera a molestar? Era difícil, así que solo guardé silencio. En su rostro se veía la diabólica mirada. La incertidumbre de no saber de mamá, los celos traicioneros del hombre, la abstinencia del trago de licor. Todo comenzaba a explosionar en él. Me baje del auto y me fui al cuarto. Hora y media más tarde llega mi madre, un poco ebria ella. Esta vez fue todo lo contrario. Comenzaron a discutir en tono elevado, el ambiente estaba sofocado, se comenzaron a escuchar los platos de vidrio caer, objetos por el aire volar. Me tapé los oídos con las almohadas. No quise intervenir. La última vez, salí herida y me dejo una cicatriz en la cara, me daba pena mostrarla y solía usar pintura de labios como rubor para disimularla. Esperé a que llegara el amanecer y salí a la calle a respirar. Tenía unos centavos de sobra y baje a la plaza a tomar el bus hasta el centro de Higuerote, un pueblo un poco más grande y más civilizado, rodeado por hermosa vista gracias a sus playas. Iba de vez en cuando a disfrutar de la paz que brinda el olor del mar y el rompimiento de las olas en sus piedras. Allí conocí a Walter Campos, un joven moreno, de ojos verdes, cabello indio color negro. Era un joven de mi edad, 17 para la época, teníamos diferencia en el nivel de educación. No tenía ningún nivel de estudio, pero era más caballero que cualquier otro. Ese primer día de conocernos me obsequió un par de girasoles enormes, yo no sabía dónde ubicar mi cara, me había sonrojado y sentí pena al mirarle a los ojos. Él, decentemente sonrió y siguió su camino. Tomé el bus que salía a las dos de la tarde, la parada de la concha acústica era bonita, transitaba mucha gente, áreas de mercado, zona pesquera, el centro del eje de Barlovento. Su único defecto como pueblo que es, son sus pequeñas inundaciones en épocas de lluvia.

He llegado a casa con mis grandes girasoles en mano. Mamá había salido, así que pase tranquila a la cocina y las arreglé en una botella de refresco, le coloqué agua y los llevé a mi peinadora junto a la ventana para contemplar su amarillo oro cada mañana cuando despierte. Ya era tarde, me bañé y comencé a leer, Adalet me había regalado unos libros, entre ellos uno de había uno de historias de terror, muy resumido y a la vez chistoso. Me gustaban estas clases de historias. De mi país amo las leyendas, entre ellas: —La sayona, la llorona, el silbón, Juan machete, Florentino y el diablo, entre otros. — Mi madre recién llegaba de la calle, como de costumbre, era más amargura que alegría de hogar, Pasa hasta el cuarto y solo llega con reclamos innecesarios.

— ¿Dónde estabas?—Me preguntó con su tonito de voz sarcástico.

No quise arruinar mi paz y obvié su pregunta indiscreta y sin sentido, sin embargo, mi silencio no importó para ella. Voltea y ve los girasoles que recién había colocado en mi habitación. Leí la intensión maléfica en sus ojos, pero, cuando me levante de la cama era tarde. Había arrojado al suelo los girasoles y para satisfacer su ira los pisoteo como si se tratasen de unos bichos que contaminan los suelos. No podía creer que era tan capaz de destruir la felicidad simple de otros, pero, sí. Tenía una revuelta de emociones, quise gritarle y callé, quise salir corriendo y me aguanté, el pulso de mis manos temblaba y las calmé. Pero, ella seguía.

— ¡Que habrá hecho la niña que trajo flores a la casa!—Me dijo con voz insultante.



#2949 en Joven Adulto

En el texto hay: romance drama amor

Editado: 11.12.2022

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