Úrsula

Muerte de mi madre.

Es domingo, mes en que comienza el invierno; eran horas de la mañana. Me levanté con un poco de migraña, me ha ganado la pereza, sigo montada sobre la cama y al lado, en otra cama tengo a mi madre. Hoy amaneció más pálida y con la comisura e sus labios caídas. El cabello tenía aspecto de un hilo enredado, las manos eran más frágiles cada día, sin embargo amaneció con la mirada más viva. Cuando voltee a verla se sonrió. No había visto a mi madre sonreír en mucho tiempo. La observé detenidamente. Su pecho no se movía con tanta frecuencia, su respiración había disminuido y su pulso era más débil. Me fui a la cocina por una taza de café y a preparar una taza de avena para ella. La señora blanca está en la cocina y Carlos en la sala.

            —Buen día, Blanca.

            —Úrsula, buen día. ¿Cómo amanecieron por aquel cuarto hoy?

            —Para serle franca, hoy me alegré un poco; tenía tiempo sin ver sonreír a mi madre.

            —Es buena noticia eso, pero… Y de lo demás… ¿Cómo estás?

            —¿Se refiere a mi ansiedad?

            —Sí, a eso.

            —Un poco mejor, “el descanso de anoche me hizo algo de efecto”.

            —Ven, toma esto. Son unas capsulas naturales que te ayudaran cada noche a conciliar el sueño. «Las tomo desde que Carlos cayó en esas condiciones», pero no quiero hablar muy duro. Hoy amaneció mal humorado.

            —En realidad no está mal humorado, está deprimido, conozco esos síntomas. Solo debemos de ser un poco paciente.

            —Tienes razón. Iré por unas cosas al centro de higuerote. ¿Quieres ir?

            —No, me quedaré con estos dos niños en casa —Carlos y mi madre ahora lo son—.

            —¡Como quieras! Nos vemos al rato.

            —Seguro.

            La señora Blanca que se va y voy al cuarto a llevarle la taza de avena a mi madre. Logra sentarse semi inclinada, la ayudo y la coloco un poco más recta. Ya no habla casi, solo mira con ojos de inocencia, pareciera que volvió a la edad de una niña. La aseo y bajo a la sala a conversar un poco con el joven Carlos.

            —¿Hoy no estamos de humor?

            —No estoy para hablar idioteces a estas horas, mejor…

            —Mejor… ¿Qué?

            —Olvídalo.

            —¿Ahora entiendes cuando yo te decía que es mejor no querer saber todo?

            —No, pero igual… Olvídalo, dije.

            —¡Que lastima! Yo querías conversar un poco y sacarle provecho a un libro para leértelo, pero veo que no vale la pena. Pierdes tú.

            Me levanté del mueble y fui a la biblioteca. Recuerdo escuchar la silla de ruedas moverse, «Carlos guarda un orgullo de mierda». A los pocos minutos volteo, y ahí estaba… —No sé que esperaba, no siempre uno puede estar a la merced de los caprichos de la gente—.

            Quería decirme algo, ya conocía esa mirada luminosa y llena de curiosidad, aunque… Mejor no le pregunto. No vaya a salir con otra odiosidad.

            —Úrsula…

            —Dime, Carlos. —Al voltearme lo miré frotando sus manos sobre sus rodillas, «ese gesto era el que resaltaba en momentos de nervios».

            —¿Cómo te digo esto…?

            —Decirme, ¿qué?

            —Es que…

            —Habla, Carlos.

            —Me di una vuelta por algunos espacios donde ya puedo ir sin problemas con la silla…

            —¿Y qué pasó? ¡Me estás estresando! ¡Termina de hablar!

            —Es…

            Los nervios me comenzaron a atacar y la ansiedad estaba iniciando.

            —¿Pero qué pasó…? ¡Caraj..!

            —Es… tú mamá.

            Por un momento no me pude mover. Las piernas se me congelaron, el corazón se me agitó, las manos me sudaron, se me bloquearon los sentidos. No supe cómo reaccionar al momento. No recordaba dónde me quedaba el cuarto. Solo recuerdo aquel grito desgarrador que me quebró ven dos el corazón. No recuerdo haberme movido a ningún lado. Poco rato después, solo vi el rostro de la señora Blanca sobre mí.  

            Volví en sí, pero… ¿Para qué? Nada tendría sentido despertar. Se me fue, me dejó. Las abuelas hace unos meses atrás fallecieron. Una con un cáncer de páncreas y la otra de un infarto. ¡Maldición! Estoy sola. Bethany, Adalet, quiero verlas. Necesito verlas. Estaba aturdida, no pude controlarme. No pude hacerme cargo de nada. Me acerqué al cuarto donde yacía su cuerpo tendido sobre la cama; no era esa la forma, no tan joven, no tan descompensada. “Madre, te has ido y es mentira que otro plano de vida existe, nadie traerá devuelta tu liento y tu vida, me dejaste… Hoy sonreías como niña…

            —Úrsula, levántate.

            —No quiero Blanca, “quiero verla sonreír como esa última vez, tan solo hace pocas horas que lo hizo”.

            —Úrsula, ven. ¡MIGUEL!

            No recordé más, solo ese último grito de la señora Blanca. No hicimos bulla, no hubo vecinos ni visitantes, solo llegó a casa de la familia Sotto el forense y el servicio funerario. Por cuestión de dinero el servicio de crematoria era más accesible para los gastos, así que, a mamá la llevamos hasta el cementerio del “Cercado” que se encuentra vía Guarenas. Allí le dimos su despedida. Sus cenizas las traje conmigo y le pedí al señor Miguel que me llevara al mar, «mi madre deseaba que sus cenizas navegaran como los piratas». Renté una lancha y me las llevé en un pequeño cofre de madera de caoba y la liberé en la profundidad del mar. No volveré a estar en compañía de ella, solo me quedan una pila de amargos recuerdos y un momento breve de felicidad.

            Pasaron los días y el vacío es una sensación incomoda.

            —Úrsula, ya deja de pensar, eso te va a desgastar más. ¿Recuerdas cuando te dije que quería una compañera para hablar de libros?



#2222 en Joven Adulto

En el texto hay: romance drama amor

Editado: 11.12.2022

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