Vacaciones en la brisa helada

Capítulo 1 - Edén

Miraba por la ventana como los campos pasaban a toda velocidad sin que nadie aparte de mí les prestara atención. En mi iPod sonaba Wonderwall de Oasis mientras sentía el peso de la cabeza de Lara en mi hombro derecho, el contrario a la ventana del autocar. La miré de reojo: dormida como un tronco. 
Volví la mirada otra vez a la ventana para seguir observando sin demasiado ímpetu las vistas. 《¿Porque narices no te puedes dormir como Lara? Ah, claro. Porque te mareas, Edén.》 Pensé. Cerré los ojos trantando de dormir, pero me mareé y decidí mantenerlos abiertos por el resto del viaje. 

Una hora y quince minutos después, estábamos bajando del autocar. Nada más salir por la alta puerta de este, la helada brisa me saludó golpeándome la cara sin ningún miramiento. Me dirijí hacia el maletero del transporte para recoger mis pertenencias junto a Lara, pero unos metros antes de llegar, el profesor John McEntire me cortó el paso colocándose delante mío con una sonrisa en la cara. 

—¡Edén! Que bien que te encuentro. —sabía para que quería hablar conmigo. Lo sabía de sobra. — Te quería decir que el monitor acaba de salir de la cabaña, tendrás que esperarlo un poco, hasta que te recoja, ¿sí?
—Por supuesto. No tengo ningún problema. 

No había suficientes habitaciones para todos, así que, cuando pasaba eso, la casa de hacía cargo de los alumnos que no tuvieran donde estar y los dejaban dormir en las cabañas de los monitores. No todos ellos se ofrecían a dejar su cabaña para compartir, pero había algunos que si. Y ese año, la que no tenía habitación era yo. 

McEntire me explicó un poco las actividades que llevaríamos a cabo a lo largo del mes, aunque recalcó especialmente que quizá los monitores hicieran cambios, según les viniera. Unos cinco minutos después vi como John miraba por encima de mis hombros, como buscando algo. Me giré y vi a un chico muy alto, casi exagerado (contando mi metro cincuenta i siete). Era delgado, pero pese a eso, sus músculos se podían notar a través de la ropa. Llevaba una camiseta térmica negra, un cortavientos del mismo color y una bufanda gris oscuro, la cual llevaba tapándole la boca y dejando al aire la nariz. Su pelo era negro azabache y le caía por la frente en pequeños y grandes mechones. No pude ver el color de sus ojos a la distancia.
El chico se acercó hasta estar a un metro de mí. Se bajó la bufanda para dejar al descubierto la boca: sus labios eran bonitos y muy definidos. Subí la mirada a sus ojos y lo miré fijamente: miel. Sus ojos eran de color miel oscuro. Su mirada desprendía (además de cansancio) superioridad. Como si quisiera marcar territorio. 

—Bienvenidos —empezó, aunque no creo que muy de acuerdo de sus propias palabras.— a ATLAS. Soy el monitor a cargo de la alumna que se alojará en las cabañas de los monitores. ¿Eres tú? —dijo el chico mirándome con sus ojos miel.
—Sí. Soy yo.
—En ese caso, sígueme. Tengo que enseñarte las instalaciones. Aunque el tour será diferente al de tus compañeros por razones obvias. Ve a coger tus pertenecencias y luego a aquella valla de madera. —dijo mientras con un leve movimiento de cuello me la señalaba. 

Seguí sus instrucciones a pies juntillas y fuí hacia mi maleta. La agarré y me dirijí hacia la valla, oyendo como las piedras del sendero crujían bajo mis pies y las ruedas de la maleta. Al llegar, lo vi a él apoyado con aire distante en los tablones de madera, mirando hacía el final del sendero de piedras. Carraspeé sonoramente para llamar su atención y dije: 

—Todo listo. 

Él me miró como si buscara algun tipo de defecto en mí, pero al no encontrarlo, simplemente se limitó a volver su mirada al horizonte. 

— Ven conmigo. Primero pasaremos por la casa y luego, después de que dejes tu equipaje, iremos a dar el tour previsto. 

Asentí con la cabeza, aunque él no lo vio. Andamos un rato, sin decir ni una sola palabra. Tuve tiempo para pensar en mis cosas, reflexionar sobre el gran marrón que tenia encima, y entonces, entre medio de todas esas ideas y pensamientos, me acordé de algo muy importante. 

—¿Cual es tu nombre? — el pelinegro se detuvo en seco y giró un poco la cabeza para mirarme desde el rabillo del ojo. Tenía las manos en los bolsillos del pantalón, y rezumaba molestia y pesadez.
—No te interesa. — me cortó.
—No, claro que me interesa.
—¿Para qué?
—Pues para saber como se llama la persona con la que voy a tener que dormir durante un mes entero. Vamos a vivir en la misma casa, y no puede ser que no sepa tu nombre.
—Soy tu monitor, tu instructor. Eso es todo lo que necesitas saber. — él me observaba con el entrecejo fruncido, yo levanté una ceja, dando a entender que no me rendiría. El pelinegro rebufó sonoramente y chasqueó la lengua. —Max. Así me llamo. 

Sonreí y lo seguí el resto del trayecto a la cabaña. 

La nieve crujía bajo mis zapatos, levanté la vista para observar la espalda de aquel monitor tan frio, incluso más que el clima montañoso. Le había preguntado por su nombre, pero se había rehusado a responderme durante unos momentos. Después de aquello no habíamos vuelto a cruzar palabra. 《Vaya mes que me espera con este chaval》, pensé.  Unos cinco minutos después, nos detuvimos en una casita de madera, con el techo nevado y lucecitas en la entrada. El porche estaba enredado con plantas llenas de escarcha. Las escaleras tenían un estilo rústico. La casita tenía dos pisos de altura, pero por la forma de la parte más alta, supuse que tendría un ático donde se guardarían las cosas innecesarias. Max me observó de reojo con una mirada demasiado profunda. Daba miedo, pero a la vez parecía como si quisiera ver lo que pensaba. Aquello hizo que me avergonzara y, por la consecuente, que me sonrojara. 

Me di la vuelta y al cabo de unos segundos escuché el crujido de una puerta. Volví a girar sobre mis talones y vi como el pelinegro tenía la cadera apoyada en el marco de la puerta, ahora abierta. Me acerqué, observando encantada el interior de la casa que se alcanzaba a ver desde fuera. Había unas escaleras de madera desgastada cubiertas por una alfombra color crema. Pasé por el marco de la puerta y me quedé aún más alucinada al ver los muebles y las luces que decoraban la casita. Había un sofá de cuero desgastado muy grande que delante tenía una chimenea. Miré hacia el otro extremo de la estancia y vi una acogedora cocina de mármol y, junto a ella, una elegante isla del mismo material. El comedor, paralelo a la cocina, constaba de una pequeña mesa de roble oscuro, unas sillas acolchadas de color crema y un gran ventanal cubierto por una cortina corrida de color blanco. Oí los duros pasos de las botas de Max detrás de mí, pero no le hice caso y seguí descubriendo la encantadora casita. Subí las escaleras y pasé las yemas de mis dedos por la barandilla: áspera y cálida. Al llegar al segundo piso fui recorriendo las habitaciones hasta encontrar la que debía de ser la mía. Entré y fui maravillándome con cada cosa que veía. En la pared había colgado un gran espejo de cuerpo entero. Lo miré detalladamente: tenía un marco de madera muy pomposo, al estilo vintage; alguna decoración por alrededor, y nada más. Me fijé en lo que el espejo reflejaba y me vi a mí misma, pero detrás de mi persona, se encontraba Max; apoyado en el marco de la puerta, como antes, pero mirándome con una leve sonrisa en sus labios. Cuando se percató de que lo observaba, carraspeó sonoramente y avisó de los planes. 

-Nos vamos. – dijo sin mirarme siquiera. - Aún queda enseñarte el campo de tiro, de combate, los invernáculos, la zona de caza y las habitaciones de tus compañeros. Puedes acceder a ellas cuando quieras mientras sea dentro del horario fuera del toque de queda. – se rascó la nuca y se decidió a mirarme, al fin. – Tú puedes pasear por la cabaña cuando desees, pero no puedes salir. 

- Y ¿cuál es el toque de queda? - Max me miró extrañado y entonces sopeso la respuesta unos segundos antes de contestar. 

- De las doce de la noche hasta las cinco de la mañana. El resto del día puedes hacer lo que quieras si se te permite, así que: ancha es castilla. 

Asentí con la cabeza ante tu explicación. Me parecía bien. Salímos y él me siguió enseñando las diferentes instalaciones. De tanto en tanto, agregaba escasas explicaciones sobre que eran los sitios y para qué servían. Nos pasamos un buen rato andando por encima de la nieve en silencio. Aunque prefería silencio a las amargas palabras de Max. << ¿Por qué todos dicen que Max es un encanto?>>, me dije a mi misma. Aunque eso sería algo que descubriría más adelante. 

Nos dieron el día libre por estar todos muy cansados. La mayoría no salió ni a jugar, y yo me quedé en la cabaña, apartada de todo el grupo. Los profesores no se quedaban con nosotros, simplemente se iban el mes entero a un hotel de la empresa de la casa de colonias, por lo que les salía casi gratis porque el precio del hotel se acoplaba al nuestro de la estancia y todo lo demás. Después de haber deshecho mi maleta y haberlo organizado todo en mi habitación, me desplomé en la cama con el iPod y los cascos en la mano. Puse una de las tropecientas canciones que tenía, a boleo, y dejé que la música fluyera en mis oídos. Gracias a mi gran suerte, la canción que empezó a sonar, sólo para mí, era de mis favoritas: Summertime sadness de Lana del rey. 

Cerré los ojos intentando descansar. Cuando los abrí, miré por la ventana: era de noche. Me levanté perezosamente de mi nueva cama, me rehíce la coleta y bajé hacia la cocina para comer algo. 

Abrí la nevera, pasé los ojos por todo y sin fijarme en nada hasta que; al final de la segunda bandeja, vi un tupper donde ponía: “Bacon (Max)”. Pese a que estaba escrito su nombre, indicando propiedad, lo cogí y me puse a cocinar algunos trozos. También cogí un huevo, una sartén y el aceite. Después de haberlo cocinado todo, me senté alegremente en uno de los taburetes de la isla, con una sonrisa en la cara. Justo cuando iba a meterme el primer pedacito de bacon en la boca, oí como la puerta de la entrada se cerraba estruendosamente para, justo después, oír unos pasos amenazantes dirigiéndose a la cocina. Se oían lo murmullos de alguien, y no precisamente sobre cosas bonitas. 

- ¡ZAHIB! ¡Como te estés comiendo mi maldito bacon, te juro que te hago tragar tus plantitas de las narices! Te huelo desde aquí, roba-bacon. 

Me quedé callada, con el trozo de comida tocándome los labios, y observando como Max me miraba furioso y sorprendido. Sonreí vergonzosamente pidiendo perdón con la mirada y rezando porque no se enfadara conmigo. 


-Ah… Eres tú. – dijo poniéndole énfasis en la palabra “tú”. – Por cierto, ¿tus compañeros siempre son así de caóticos y pesados? Y, ¿¡PORQUÉ TE COMÉS UN BACON EN EL QUE PONE EN MAYUSCULAS MI NOMBRE!? – alcé una ceja mirándolo mientras, finalmente, me comía mi bacon. 

- Respondiendo a tu primera pregunta: sí, siempre son así de pesados y caóticos. Y a la segunda pregunta, la respuesta es sencilla: tenía hambre. 

- Buf…- rebufó Max ante mi respuesta. – Que pesada la kami…  

- ¿La qué? 

-Nada. 

-Ni de coña, ahora lo dices. - me crucé de brazos y lo miré con desconfianza. 

-Joder, que pesada que eres. Kami es el diminutivo de Kamikaze. 

-No soy ninguna Kamikaze. 

Max rebufó con disgusto y se sentó en la isla, justo delante de mí. Me cogió algún que otro trozo de bacon del plato, pero como era suyo, no me atreví a protestar, sobretodo viendo que estaba cabreado. No lo conocía, no sabía cómo podía reaccionar. Unos minutos después de un silencio sepulcral, Max decidió romper la incomodidad contándome lo que había pasado con mis compañeros. Dijo que él era el encargado de mantenimiento suplente, porque el oficial estaba de baja por una enfermedad gorda. 




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