Valentina y Benjamín

CAPÍTULO 1: UN MAR MUY DIFERENTE

💐 Dedicatoria Especial 💐

Para ti, papá Juan, te extraño como el primer día que ya no estuviste conmigo, quería poner a tu querido Puerto Eten en una historia que hable de amor, porque me enseñaste que el amor no es necesitar del otro, es encontrar a alguien donde puedas ser tu mismo, sin caretas, sin protocolos y sin miedos.

Fuiste mi roble cuando estabas vivo, y eres el recuerdo que me sigue enseñando a vivir.

Un beso hasta el cielo.

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Valentina Mendoza bajó del auto alquilado con cuidado, intentando no torcerse el tobillo en los adoquines desiguales. Llevaba tacones, por supuesto, ya que nadie le había dicho que en Puerto Eten las mujeres caminaban en sandalias de cuero y los hombres en chancletas arrastraban las sílabas como si no tuvieran prisa; pero ella no sabía llegar a un lugar de otra forma: recta, elegante, envuelta en lino blanco y con los labios color coral perfectamente delineados.

El mar estaba a unos pasos, y el aire salado le alborotó el cabello con una brisa gruesa. Era diferente al de Lima, más cálido, más invasivo. Y un silencio extraño con motorcitos a lo lejos, con risas infantiles que venían desde alguna casa abierta, con gallos que todavía se creían parte de la mañana, nada que ver con Miraflores.

Había llegado dos días antes, escapando de algo que no tenía forma pero sí peso: juntas eternas, rendimientos, firmas, el eco de su madre preguntando si no era hora de “sentar cabeza”. Estaba agotada; así que aceptó el encargo de restaurar una casona antigua frente al malecón, con la excusa perfecta de estar “ocupada”, aunque por primera vez en mucho tiempo no sabía con qué.

La casona estaba casi en ruinas, pero tenía vista al mar. En el segundo piso, las ventanas daban directamente al horizonte. Alguien le había dicho que en días despejados se veían los barcos pesqueros volviendo. Le gustaba esa imagen: hombres con las manos llenas de sal y redes, regresando del mundo abierto. Ella había pasado los últimos cinco años encerrada entre planos y elevadores inteligentes.

- "¿Eres tú la arquitecta?", preguntó una voz a su espalda.

Valentina se giró. La mujer que le hablaba era menuda, con el cabello recogido en un moño apurado y los brazos llenos de pintura. La sonrisa le salía fácil, como el sol en esa ciudad.

- "María Gálvez", dijo, tendiéndole la mano. "Vivo aquí a una cuadra, soy enfermera en el centro de salud del pueblo. Me dijeron que alguien “de la capital” iba a encargarse de la casa de los Cornejo", añadió con mirada curiosa.

Valentina sonrió. Le costaba leer a la gente que no usaba ironía como defensa, pero algo en esa mujer la hizo soltar los hombros.

- "Sí, soy yo. Valentina Mendoza. Encantada", dijo Valentina, con una sonrisa dibujada, había olvidado como era una sonrisa sincera.

María la invitó a tomar un café, y aunque en Lima habría dicho que no, con excusas como "no tengo tiempo", "ya tomé", "debo revisar los planos", esta vez aceptó. Cruzaron la pista lenta, esquivando una bicicleta con pescados en la parrilla y un perro flaco que dormía sobre la sombra de un mototaxi.

La casa de María era sencilla, con estanterías llenas de libros hasta el techo. Mientras hervía el agua, hablaba sin esfuerzo de todo: del calor, del puerto, del comedor comunal los fines de semana, del muralista que estaba pintando una pared inmensa con niños del barrio.

- "¿Un muralista?", cuestionó Valentina.

- "Sí. Se llama Benjamín Gastelo. Vino hace poco, aunque dicen que estuvo mucho tiempo fuera. Vive al final de la calle, en una casa que parece taller de artista y mercado de pulgas a la vez. Es un poco caótico, pero es un buen tipo", respondió María con hablar pausado.

Valentina no dijo nada. No le interesaban los artistas. Había salido con uno en la universidad y terminó diseñando su exposición de graduación como si fuera un proyecto ejecutivo, prometió no repetir el error.

Pero esa noche, cuando salió a caminar hasta el malecón y vio los colores brillando sobre la pared; rojos, azules, manos extendidas, ojos como soles; se detuvo sin querer.

Al otro lado de la plaza, un hombre subido a un andamio reía con dos niños. Llevaba un overol manchado de pintura y el cabello cubierto con una especie de pañuelo.

Era Benjamín Gastelo, aunque aún no lo supiera; no era lo que esperaba encontrar, ni de lejos, pero el pueblo tenía esa forma suave de mover las cosas sin que una se diera cuenta.



#4800 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 01.08.2025

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