Valentina y Benjamín

CAPÍTULO 4: MOMENTOS PARA RECORDAR

El muelle de Puerto Eten había sido transformado. Faroles improvisados con botellas de vidrio colgaban sobre los toldos, las mesas de madera estaban cubiertas con manteles de hule y había puestos de comida que despedían un aroma a mar, limón y carbón quemado.

Valentina llegó caminando, sin prisa, como quien no quiere ser vista pero tampoco se esconde. Llevaba una blusa blanca, sin maquillaje, y el cabello recogido de manera descuidada. No esperaba encontrarse con nadie conocido. No quería encontrarse con nadie conocido. Solo quería saber qué se sentía vivir un viernes sin agenda.

Benjamín ya estaba allí. De espaldas, con una botella en la mano, hablaba con un grupo de hombres de piel curtida y remeras desteñidas. Al verla, sonrió sin exagerar.

- "Viniste. Pensé que ibas a decir que tenías una reunión", expresó Benjamín con entusiasmo.

- "La tengo. Pero se cayó el internet", dijo ella, sabiendo que él sabría que mentía.

- "Bienvenida al lugar donde el ceviche se come en plato hondo y con cuchara, donde el pescado no se pesa, se adivina", expresó Benjamín con entusiasmo.

Él le ofreció una cerveza. Tibia, como prometió. Valentina la aceptó y miró alrededor.

Había música: una cumbia que peleaba por salir de un parlante roto. Niños corriendo con globos de colores, ancianos jugando sapo en una esquina, mujeres vendiendo churros con la mano llena de azúcar.

Valentina se sintió extranjera. No por el lugar, sino por el calor. El de la gente, el de las voces, el de las risas que no necesitaban excusas. Algo en su pecho empezó a moverse, como una cuerda que se tensa.

- "¿Quieres comer algo?", preguntó Benjamín.

- "Sorpréndeme", dijo Valentina.

Benjamín fue hasta un puesto y volvió con dos platos hondos con ceviche. Tenían cuchara de plástico y ají del que arde hasta en la memoria.

- "No preguntes si el pescado pasó control de calidad", él advirtió.

Ella probó, cerrando los ojos; y por un instante, recordó la cocina de su abuela: las manos arrugadas exprimiendo limones sin medir, el sonido del cuchillo contra la tabla, y ella, pequeña, robando trozos de cebolla morada antes de que le picaran los ojos.

- "¿Sabes qué es lo peor?", dijo ella después de un rato. "Que me gusta".

- "Lo peor es que vas a querer volver", respondió él, sin mirarla.

Benjamín se fue con los platos y volvió con dos vasos de chicha morada. La ofreció como si fuera un vino caro.

- "Con esto se baja el fuego del ají", dijo él, y levantó su vaso.

Valentina brindó con él, apenas tocando el borde. La bebida estaba demasiado dulce, pero helada. Le dejó un frescor en la lengua que contrastaba con el picor que aún le hormigueaba en los labios.

Un grupo de niños pasó corriendo, salpicando agua salada con pistolas de juguete. Uno tropezó con Valentina y se detuvo.

- "¡Perdón, señora!", se disculpó el pequeño.

Ella sonrió.

- "No soy señora", dijo ella, sin molestia, solo con sorpresa.

Benjamín rió por lo bajo.

- "Aquí todos crecen rápido. No hay tiempo para eufemismos", comentó él.

Siguieron caminando por el muelle, esquivando cajas vacías de cerveza y la sombra errática de una cometa que alguien aún se empeñaba en elevar. El cielo estaba comenzando a apagarse, pero el calor seguía pegado a la piel. Valentina se detuvo frente a un hombre que vendía pulseras hechas con sogas de pescador. Tenían nudos marineros, pequeñas caracolas incrustadas, cuentas desgastadas por el mar.

- "¿Esta?", preguntó Benjamín, señalando una.

- "No sé", respondió ella. "Me da miedo comprar cosas que me recuerden momentos. Luego me obligo a olvidarlos".

Benjamín no insistió. Se limitó a pagar una pulsera verde pálido y se la ató sin pedir permiso.

- "Entonces que sea como un amuleto. Para que no te olvides de ti", afirmó Benjamín.

Ella lo miró, sorprendida por la ternura inesperada, pero no dijo nada. Solo tocó la cuerda áspera sobre su muñeca.

Un silencio amable los envolvió. La cumbia ya no sonaba. El bullicio se había transformado en susurros y conversaciones arrastradas por la brisa. El mar empezaba a ganar protagonismo, imponiéndose con su rumor constante.

Fue entonces que Valentina se apartó un poco más. Sintió que no podía seguir caminando como si no le pasara nada por dentro. Quería entender por qué esa noche, ese lugar, esa gente, la estaban desarmando con tanta delicadeza.

Se acercó a la baranda de madera del muelle. Se quitó los zapatos, como si necesitará tocar algo verdadero con los pies. El aire olía a sal y humo, a fritura vieja y algas húmedas. Y aún así, respiró hondo, como quien quiere retener una bocanada para siempre, un recuerdo que se asemeja a la libertad.

Entonces sí, se sentó frente al mar, sobre una caja volteada, y dejó que el sonido de las olas se mezclara con el latido de su propio corazón.

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La chicha morada es una bebida refrescante y tradicional peruana hecha a base de maíz morado. Es conocida por su color púrpura intenso y su sabor dulce y ligeramente ácido. Además de ser una bebida refrescante, se cons

idera beneficiosa para la salud debido a sus propiedades antioxidantes.



#5411 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 01.08.2025

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