Había pasado un mes y ellos se movían entre la casona y la casa-taller de Benjamín, que fue donde durmieron la noche anterior. Era domingo y el sol se filtraba por las cortinas del comedor, dejando en el suelo manchas doradas. Valentina caminaba descalza, con la camisa de Benjamín colgándole hasta medio muslo. Había café recién hecho en la cocina, y pan caliente que él había traído esa mañana del mercado. Las pequeñas rutinas empezaban a tomar forma, como si llevaran años compartiendo espacios.
Benjamín estaba en el jardín, intentando reparar el grifo que goteaba desde hacía días. No tenía mucha idea de plomería, pero su empeño hacía reír a Valentina desde la ventana.
- "No te vayas a electrocutar con eso", le gritó divertida, por lo irónico de sus palabras.
Él alzó la vista, con la frente mojada y el destornillador en la mano.
- "Te juro que no me mato hasta enseñarte a bailar salsa", comentó Benjamín.
Ella se rió, bajó las escaleras y salió descalza al patio.
- "¿Salsa? ¿Tú bailas?", preguntó Valentina.
- "¿Y tú qué crees?", dijo él, y se limpió las manos en el pantalón antes de tomarla por la cintura. "¿Confías en mí?"
Valentina asintió, aunque sabía que no tenía idea de bailar. Él la guió, con pasos torpes pero divertidos. Giraron entre las plantas y la tierra, y cuando ella se tropezó, él la atrapó entre risas, con las manos en su espalda baja.
- "Esto es un desastre", dijo ella, jadeando.
- "Pero es nuestro desastre", susurró él, antes de besarla.
El día transcurrió entre arreglos caseros, improvisaciones de cocina, música vieja y conversaciones de las que no querían salir. Hablaban de películas, de ciudades donde nunca habían estado, de cosas que harían si el tiempo no los apurara.
- "Me gustaría enseñarte el río donde aprendí a nadar", dijo Benjamín mientras pelaba unas papas.
- "Y yo llevarte al pueblo donde creció mi abuela, en Canta. Hay una iglesia blanca en medio de la nada, y el mejor helado de lúcuma que vas a probar", manifestó Valentina.
Eran sueños, pero reales mientras duraban. Por la noche, esta vez no hubo deseo explosivo. Hubo ternura. En el mueble, Valentina se recostó sobre su pecho y escuchó su corazón en silencio.
- "¿Y si esto se termina?", preguntó ella de pronto, con una sombra de temor.
Benjamín no respondió de inmediato. Acarició su cabello y la miró a los ojos.
- "No sé si dure. Pero no voy a pasarme los días con miedo a perderte. Prefiero vivirlos", contestó Benjamín.
Ella lo besó, con el alma.
Cenaron con velas de mesa y servilletas de papel. Se tomaron fotos ridículas. Cantaron desafinados y cuando se acostaron, Benjamín le pidió que le contara un recuerdo bonito de su infancia.
- "Había una radio vieja en la cocina de mi abuelita. Solía poner boleros, esas canciones antiguas, igual se grababan en mi cabeza y las tarareaba sin poder evitarlo camino varios días después", dijo ella con una sonrisa melancólica.
- "¿Puedo pedirte que me cantes uno?", preguntó Benjamín.
Valentina negó con la cabeza, divertida.
- "Estoy desafinada y medio dormida", respondió Valentina.
- "Mejor aún", dijo Benjamín.
Ella comenzó a tararear bajito, el bolero "mi niña bonita" de Lucho Barrios: "... Es mi niña bonita con su carita de rosa...".
La voz temblaba un poco, pero era cálida. Él cerró los ojos. Esa noche no hubo sexo. Hubo algo más hondo, dormirse al lado de alguien sintiendo que no hace falta más; que eso, justo eso, es amor.