Cuando regresaron a Puerto Eten, la brisa del mar parecía más cálida, y la vieja casona, aún en restauració, los recibió con una tranquilidad nueva. Algo había cambiado, y aunque no lo dijeron en voz alta, ambos lo sabían.
Benjamín bajó las maletas del carro, mientras Valentina se detenía frente a la fachada recién pintada. El blanco de las paredes brillaba bajo el sol vespertino, pero no era solo eso. Era como si la casa, de pronto, ya no perteneciera solo al pasado.
Ellos ingresaron a la casona, que olía a madera lijada, a barniz reciente, a polvo viejo mezclado con promesas. El hall estaba casi terminado; las baldosas nuevas brillaban con una luz limpia. En el comedor, las sillas antiguas ya no crujían como antes. Y en la sala, donde antes no se atrevía a quedarse sola, Valentina se sentó sin miedo. Aún faltaban meses para terminar el trabajo, pero ya se podían ver los avances, restaurar lo antiguo sin que pierda su calle y su magia, lleva su tiempo.
Benjamín la miraba desde la puerta, con los brazos cruzados.
- "Me gusta esta versión tuya. La que vuelve, se sienta y respira", dijo Benjamín.
- "¿Y cuál era la otra?", preguntó ella, divertida.
- "La que siempre parecía lista para huir. Como si no supiera si esto era real", dijo él.
Ella se quedó callada un momento. Luego se levantó, cruzó la sala y lo abrazó por la cintura.
- "No quiero correr más, Benjamín", expresó Valentina.
- "¿Ni un poquito?", cuestionó Benjamín.
- "Solo si es contigo", respondió ella.
Él sonrió, y la apretó fuerte contra su pecho.
Los días siguientes se sumergieron en una rutina suave, casi doméstica. Las mañanas comenzaban con café negro y tostadas en la terraza, mientras revisaban planos o discutían sobre qué color quedaba mejor en la habitación del fondo.
Por las tardes, salían a caminar por la playa. A veces él le tomaba fotos cuando creía que no lo notaba, y otras veces ella le leía en voz alta mientras él retocaba algún marco viejo con paciencia casi religiosa.
Una noche, mientras veían el atardecer desde la azotea, Valentina rompió el silencio.
- "¿Tú crees que es posible que alguien llegue y se quede de verdad?", inquirió Valentina.
- "¿A qué te refieres?", dijo Benjamín.
- "A quedarse. No solo a vivir contigo. A quedarse incluso cuando se acaben las razones lógicas para hacerlo. Cuando ya no quede obra que restaurar, ni proyectos por terminar", expresó Valentina.
Benjamín se quedó pensativo.
- "Yo creo que el amor no se trata de quedarse porque hay razones. Sino de quedarse incluso cuando no las hay. Cuando lo único que te une a una persona es cómo te hace sentir contigo mismo", manifestó Benjamín.
Esa noche, volvieron a la casa-taller de Benjamín, e hicieron el amor como quien planta raíces, con calma, con hambre, con una promesa no dicha. Como si cada centímetro del cuerpo fuera un lugar al que uno decide volver.
Y por primera vez desde que Valentina llegó a ese pueblo con más dudas que certezas, supo que su historia no terminaba ahí. Que había empezado justo donde pensaba que no había nada más que ruinas.