En la plaza principal, los vecinos se congregaban con anticipación, vestidos con sus mejores galas, mientras los parlantes reproducían marineras, tenderos y valses, entre risas de niños y vendedores de turrón de doña pepa. Frente a todos, la casona lucía imponente, restaurada con la dignidad que su historia merecía. Las paredes, ahora de un blanco cálido, resaltaban los marcos color tabaco de las ventanas; los balcones lucían remozados, y las puertas altas, abiertas de par en par, parecían invitar al pueblo a entrar, como en los viejos tiempos.
Valentina caminaba junto al alcalde hacia el estrado improvisado, montado bajo un toldo adornado con cintas rojas y blancas. Llevaba un vestido azul marino sin mangas, sobrio pero elegante, con el cabello recogido y pendientes de filigrana que le había regalado Benjamín semanas atrás. Sus pasos eran firmes, pero en el fondo sentía el temblor de lo inevitable.
Benjamín estaba a un lado, entre el público, con una camisa blanca arremangada, pantalón de lino y el rostro iluminado por una mezcla de orgullo y tristeza. Aplaudía como todos, aunque sus ojos solo buscaban los de ella.
El alcalde tomó el micrófono. Su voz sonó potente mientras miraba al pueblo.
- "¡Buenas tardes, Puerto Eten! Hoy no solo celebramos el rescate de un edificio emblemático de nuestra historia, sino también el amor por nuestras raíces. Gracias al trabajo de la arquitecta Valentina Mendoza, esta casa no ha sido solo reconstruida, ha sido devuelta a la vida", manifestó el alcalde.
Hubo aplausos, murmullos de admiración, gente que se empujaba para ver mejor. Una banda local empezó a afinar sus instrumentos detrás.
Valentina tomó el micrófono con ambas manos y respiró, para que sus ideas no se escaparan.
- "Gracias, alcalde. Gracias, vecinos. Cuando llegué a esta ciudad con la misión de restaurar esta casona, pensé que sería un proyecto más. Pero esta casa me cambió, dijo Valentina. Hizo una pausa y miró brevemente a Benjamín. "Sus muros guardaban historias, pero también silencios. Y trabajar aquí me hizo entender que a veces lo antiguo no necesita ser reemplazado, solo escuchado. Puerto Eten me enseñó eso".
El aplauso fue más sentido. Algunos vecinos asentían emocionados. Una mujer mayor en la primera fila murmuró: “Se va a ir, ¿no?”
El alcalde le entregó una placa conmemorativa. Un niño trajo unas tijeras doradas. El listón rojo estaba listo. Junto al alcalde, Valentina cortó la cinta. La banda comenzó a tocar una marinera norteña. Las puertas de la casa se abrieron oficialmente. Algunos entraban con curiosidad, otros se acercaban a felicitarla.
Benjamín no lo hizo de inmediato. La miraba desde donde estaba, dejando que ella recibiera ese reconocimiento que tanto merecía.
Más tarde, cuando la tarde se volvía ámbar, y el cielo comenzaba a encenderse de tonos naranjas y lilas, Benjamín se acercó. Ella ya había dejado de saludar y caminaba sola hacia el jardín interior, donde se había colocado una pequeña exposición de fotografías del proceso de restauración.
- "No quise interrumpir", dijo él, con una sonrisa tímida.
- "No era necesario", respondió ella. "Sabía que estabas ahí".
Hubo un silencio cómodo.
- "¿Y ahora qué?", preguntó él, casi en un susurro.
Valentina lo miró. Sus ojos tenían ese brillo entre nostalgia y certeza.
- "Entregué la casa, pero no sé si puedo irme", comentó Valentina.
Él la tomó de la mano, sin necesidad de palabras. Y mientras en el fondo los músicos afinaban guitarras y preparaban el festejo, ellos se quedaron quietos, como si supieran que lo más importante no era lo que habían restaurado por fuera, sino lo que había comenzado a reconstruirse por dentro.