Valentina y Benjamín

CAPÍTULO 29: CELEBRANDO EL AMOR

La mañana amaneció clara sobre Puerto Eten. El cielo, de un azul limpio, parecía haber sido lavado por la brisa marina que soplaba con gentileza, como si el universo mismo estuviera a favor del amor que ese día se celebraría. El pueblo entero despertó con una sensación distinta. La boda de Valentina y Benjamín no solo era una ceremonia, era una celebración de la vida, del arte, de la tierra y de la esperanza; aunque hubiesen querido una boda sencilla, eso fue imposible, no iba ser lujosa pero sí sería una explosión de color, sabor y vida.

La iglesia principal, con su arquitectura sencilla pero imponente, había sido adornada por las manos solidarias de muchos vecinos. Flores silvestres, ramas de eucalipto, retazos de tela tejida a mano y guirnaldas de papel colgaban del techo, mezclando tradición costeña con guiños al mundo andino, ese que Valentina llevaba en el corazón gracias a su abuela de Canta.

Valentina vestía un diseño sobrio y elegante, de lino blanco bordado a mano por artesanas de Cajamarca, como homenaje al viaje que selló su unión con Benjamín. Llevaba el cabello recogido, adornado con una peineta antigua de su abuela, y en la muñeca una cinta azul heredada de su madre. Caminó hacia el altar del brazo de su padre, con una sonrisa emocionada y los ojos brillando.

Benjamín, de terno claro y corbata color vino, la miraba desde el altar con los ojos del hombre que ha encontrado su lugar en el mundo. Nunca dejó del todo de ser el muralista exitoso que había recorrido Europa, pero allí, frente a ella, parecía solo un hombre profundamente enamorado. Detrás de él, niños del taller que dirigía llevaban canastas con flores, lanzándolas al paso de la novia.

La misa fue sencilla y cálida. El padre Nolberto, anciano y sabio, habló no solo de Dios, sino del amor como un trabajo mutuo, como restaurar una casa antigua: con paciencia, entrega y pasión.

- "El amor no se impone, se construye. Como ustedes lo hicieron desde el primer beso hasta esta promesa", dijo, con voz temblorosa, mientras Valentina apretaba la mano de Benjamín.

Cuando intercambiaron los anillos, ella tembló ligeramente.

- "Contigo siento que ya no necesito huir", susurró Valentina.

- "Y yo, que ya no necesito volver a ninguna parte", le respondió Benjamín.

Salieron de la iglesia entre aplausos, al son de una banda de músicos locales que tocaba huaynos festivos y marinera norteña. La recepción se celebró en un amplio solar frente al mar, decorado con mesas de madera, guirnaldas y luces colgantes. La comida era un homenaje a ambas familias: tamales limeños, arroz con pato lambayecano, panes serranos, chicha morada y vino artesanal; y suspiros a la limeña como postre.

Ambas familias compartieron anécdotas, entre sonrisas y lágrimas. La madre de Valentina entregó un pañuelo bordado con las iniciales de su hija, y la hermana de Benjamín recordó cómo él, de niño, llenaba las paredes con crayolas y juraba que algún día su arte sería importante.

Al caer la noche, con las estrellas cubriendo el cielo y el rumor del mar de fondo, Valentina y Benjamín abrieron el baile. No fue un vals. Fue una danza libre, íntima, improvisada. Los dos se reían mientras giraban, como si nadie más existiera.

- "¿Sabes?", le dijo ella al oído. "Cuando llegué aquí, no imaginaba que restaurar una casa también me iba a restaurar a mí".

- "Y yo no sabía que entre pinceles y andamios, iba a encontrarte a ti", replicó él.

La fiesta se alargó hasta la madrugada. No hubo lujo, pero sí verdad. No hubo formalidades innecesarias, pero sí compromiso.

Ese día, Valentina y Benjamín no solo se casaron. Ese día, fundaron algo más grande que una familia: un hogar sin paredes fijas, hecho de raíces, de recuerdos, de pintura, tierra y futuro.



#4876 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 01.08.2025

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