Valentina y Benjamín

CAPÍTULO 31: REGRESANDO DE LA CIUDAD BLANCA

Al día siguiente, Arequipa los recibió con un cielo alto y limpio, típico de diciembre, y un sol que jugaba a calentar sin exagerar. Al llegar, Valentina se quedó mirando la fachada de sillar blanco que dominaba la ciudad. Todo parecía nuevo, aunque sabía que cada piedra llevaba siglos de historia encima. Tomados de la mano, ella y Benjamín cruzaron la Plaza de Armas como si caminaran dentro de una pintura viva.

Por las calles del centro colgaban guirnaldas y luces titilantes. En cada esquina, nacimientos artesanales competían en creatividad. Una figura del Niño con sombrero characato les sacó una sonrisa. La navidad se acercaba, y aunque no lo habían planeado así, la ciudad blanca les ofrecía una atmósfera entrañable para ese tramo de su luna de miel.

Visitaron el convento de Santa Catalina en silencio, caminando entre muros anaranjados y azules, como si cada rincón guardara secretos de mujeres que alguna vez soñaron dentro de sus claustros. Valentina sintió que cada paso por ese lugar era un eco, una especie de promesa de seguir descubriendo lo desconocido, incluso dentro de sí misma. Benjamín la miraba con ternura, como si la volviera a conocer en cada espacio nuevo.

Luego fueron a la iglesia de la Compañía, donde los retablos dorados se encendían con la luz de la tarde. Se quedaron en un café frente a la plaza, compartiendo un queso helado, el tradicional postre arequipeño. Valentina reía con esa risa que Benjamín ya comenzaba a distinguir de todas las otras risas del mundo. Él le acariciaba la mano como si cada caricia fuera un juramento sencillo, sin pompas, pero eterno.

- "¿Qué haremos cuando estemos de regreso?", preguntó ella, sin dejar de mirar el vuelo de una paloma que se posaba sobre una farola.

- "Seguir viviendo", dijo él. "Pero con todo esto en la piel. No podemos volver a ser los mismos".

Esa noche salieron con chompas ligeras, pero el aire se volvió más fresco cerca de la Catedral. Valentina se cobijó bajo el brazo de Benjamín mientras la ciudad se vestía de azul y dorado. Desde un restaurante con balcón, vieron cómo el Misti se recortaba contra el cielo, con una delgada corona de nubes que lo hacía parecer un dios dormido.

En una picantería, probaron el adobo arequipeño, picante y humeante, servido con pan de tres puntas. Benjamín se relamía los dedos y le ofrecía bocados a Valentina, que se dejaba alimentar con una mezcla de coquetería y hambre real. No hablaban demasiado. El silencio entre ellos ya se había vuelto cómodo.

Al día siguiente, tomaron un tour por los miradores de Yanahuara y Carmen Alto. Desde allí, vieron los tres volcanes que custodian la ciudad. Benjamín la abrazó por la cintura y susurró:

- "Parece que Arequipa también quiere que nos quedemos", dijo Benjamín.

Valentina sonrió, pero no respondió. Sabía que el viaje debía continuar, que la vida los esperaba más allá de las postales; pero por ahora, todo estaba en pausa. La ciudad blanca les regalaba un respiro, una tregua, una manera de empezar a guardar recuerdos que no se marchitarían con el tiempo.

Y mientras descendían otra vez al centro, entre callejones y balcones coloniales, Valentina pensó que los días felices tal vez no duraban para siempre, pero bastaba con saber que habían existido.

Días después, volvieron al norte cuando diciembre ya se deshojaba, con el olor a panetón colándose por los terminales y las calles decoradas de luces modestas. El sol de Puerto Eten los recibió como si no hubieran estado fuera más de unas horas, cálido y constante, con ese aire salitroso que sólo se entiende si se ha crecido a la orilla del mar.

Benjamín bajó las maletas del mototaxi mientras Valentina, de lentes oscuros y el cabello recogido en una trenza suelta, respiraba profundo frente a la casa que ahora compartían. Aún conservaba ese color arena desgastado por los años y la brisa. Las flores del jardín que habían plantado juntos antes del matrimonio estaban abiertas, como si también celebraran el regreso.

- "¿Sientes eso?", dijo ella, estirando los brazos.

- "¿El viento?", preguntó él, con una sonrisa cansada pero plena.

- "El hogar", dijo Valentina y sonrió. Y era verdad: aunque el viaje había sido mágico, había algo profundamente reconfortante en volver a los pasos conocidos.

Dentro, todo estaba tal como lo habían dejado. Sobre la mesa aún quedaban los vasos del brindis improvisado que hicieron antes de salir rumbo a la luna de miel. El olor a madera y libros dormidos los envolvía, y al abrir las ventanas, la brisa marina trajo consigo el murmullo lejano de las olas.

Esa tarde caminaron hasta el muelle. Era un ritual no dicho, como si el mar necesitara verlos volver. Los pescadores los saludaban con familiaridad, algunos levantando la mano, otros solo asintiendo con la cabeza. Benjamín saludaba a todos; Valentina solo observaba en silencio, sintiendo que algo en ella también se había transformado durante ese viaje.

- "Te ves distinta", murmuró él, mientras caminaban por la arena.

- "Tú también. Creo que en Cusco y Arequipa nos limpiamos el alma. Y ahora, estamos listos para lo que venga", respondió Valentina, apoyando su cabeza en su hombro.

Esa noche cenaron en casa. Prepararon juntos un arroz con mariscos que improvisaron con lo que había en la despensa y una botella de vino que Benjamín había guardado para una ocasión especial. Comieron en el patio, bajo las estrellas, con los pies descalzos y el corazón ligero. El mar, en la distancia, parecía cantarles una bienvenida ancestral.

Valentina se levantó primero y fue a buscar la chakana que Benjamín le había regalado en Machu Picchu. La colocó sobre el pequeño altar de madera que tenían en la sala, junto a una vela blanca.

- "Es para que nunca olvidemos por qué empezamos", dijo Valentina, al ver que él la observaba desde la puerta.

Él se acercó y la abrazó por la espalda.

- "Ni dónde", añadió Benjamín, besándole el cuello.



#5311 en Novela romántica

En el texto hay: romance

Editado: 01.08.2025

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