Saint Woods, 2007.
Enola y Roland se conocían de toda la vida. Habían crecido juntos y pasado un montón de dificultades apoyándose en el otro. Su amistad era inquebrantable, tanto que inevitablemente surgió el amor entre ambos. Se amaban, se amaban tanto que siendo adultos, tuvieron un hijo a quien amaron más que a ellos mismos. Era la creación más hermosa a sus ojos, estaban completamente enamorados de ese pequeño retoño. Los tres formaron una pequeña familia, llena de cariño y buenos momentos a pesar de las adversidades. Enseñaron a su niño las milenarias costumbres que seguían generación tras generación, cultivando en él la sensatez e inteligencia requeridas para sobrevivir en este mundo.
Sin embargo, la vida se mueve en una dinámica espiral y los acontecimientos pasados se vuelven a repetir. La desgracia persigue a ciertos individuos para la eternidad y los sucesos pasados que negaban finalmente presagiaban otros para asegurar la inevitable simetría en sus vidas.
En una noche helada y desgarradora, los cabellos oscuros de Enola cubrían su rostro ensangrentado. Su cuerpo eyectado desde el vehículo ahora reposaba sobre el concreto. Con sus sentidos debilitados, penosamente intentaba levantarse, pero su cuerpo se negaba a responder. Podía sentir el corazón latiendo con rapidez contra su pecho, no sólo producto del terrible accidente que habían sufrido, si no por la impotencia que le producían los gritos de su hijo y cómo su esposo luchaba por evitar una desgracia.
—R-Roland...—murmuró con la sangre acumulándose en su boca. Las lágrimas limpiaban sus mejillas, no podía creer que todo aquello estuviera ocurriendo. Ella y su esposo se habían asegurado de convertir su hogar en un lugar seguro en el que ellos y los suyos pudieran habitar. Y ahora... ahora habían descubierto de la peor forma posible que no era así.
El nombrado se volteó por un segundo para observar a la mujer, mientras batallaba por controlar la situación. Dolía como quemarse por las llamas del infierno, ver a su esposa en ese estado, pero hacía mucho tiempo había salido a luz posibilidad de que algo como aquello sucediera y habían llegado a un acuerdo: había una sola prioridad. Su hijo, su retoño, tan joven e inexperto de la vida.
—¡Quédate ahí, amor, puedo controlarlo! —gritó Roland, mientras forcejeaba con un hombre de aspecto grotesco.
A pesar de sus palabras llenas de seguridad, para Enola ya todo estaba perdido, sabía muy bien cómo terminaría aquello y el sentimiento de inutilidad la llenaba de rabia.
La mujer observó a su niño agitándose para poder huir. Cerró los ojos con fuerza, su corazón se partía en dos al ver a su pequeño tan asustado. Tenía que levantarse, luchar por su familia. No podía permitir que la oscuridad le arrebatara todo aquello por lo que tanto había luchado. Lo había prometido, se encargaría de mantener la paz en sus vidas y si bien ahora ocurría lo contrario, no se detendría hasta cumplir.
—Enola... piensa bien—se escuchó decir a un hombre, él, quien disfrutaba de la situación. La oscuridad en su mirar demostraba la infinidad de su maldad, que exonerado de cualquier culpa, actuaba en pro de sus objetivos.
Este se acercó a su acompañante, un hombre robusto que retenía a una pequeña bestia que gruñía con rabia.
— ¿Es su primera vez? —preguntó con fingida preocupación— Ah... debe estar pasandola muy mal. ¿sabe cómo retornar?
—Suéltalo —exigió Roland con rencor, sus cabellos cubriendo su feroz mirada.
El agresor soltó una risotada, ignorando sus palabras.
—Rindanse y los dejaremos ir. Esto no tiene que acabar así, sobretodo por el niño.
Ambos padres se tensaron. Ese hombre tenía razón, ellos ya lo tenían. Si luchaban y salía mal, su hijo sufriría las consecuencias. Pero huir no era opción, debido a su naturaleza no existía esa opción. Saldrían perjudicados de igual manera así que debían derrotarlo y tener a su hijo de vuelta.
—No hay trato —prorrumpió Enola con la vista clavada en esos ojos malvados.
Entonces todo comenzó. Sintió sus huesos crujir mientras se incorporaba, acomodándose para adoptar la forma natural que sus ancestros aprendieron a resguardar con recelo. La brisa nocturna chocaba contra su cuerpo, enfriando sus extremidades expuestas. Dió dos pasos hasta el enemigo, advirtiendo lo que pasaría si continuaban su crimen.
Su esposo volteó a verla sorprendido.
—Enola, no...—intentó razonar, sin embargo ya era tarde. Muy tarde.
Esa noche de luna llena la pareja luchó a muerte para defender aquello que amaban. La sangre corrió y la zona se convirtió en la cuna de un trágico accidente. Muchos tuvieron que huir, siempre leales a sus verdaderos orígenes y valores. Otros murieron, aceptando su destino. Solo unas pequeñas patas volvieron a recorrer libremente los bosques, huyendo de lo desconocido, alterado por su esencia, por sus instintos.
—Oh, pequeño cachorro, lamento que tengas que pasar por esto... o tal vez no.
A la mañana siguiente, a primera hora del alba, el descubrimiento de la espantosa escena estremeció a todo el pueblo. La policía local se encargó de investigar el caso y debido a las evidencias llegaron a un rápido acuerdo. No había mucho que analizar, las pruebas parecían ser claras y el jefe de policía no pretendía continuar con la investigación.
Lo que la gente común sabe es lo obvio, lo que supuestos policías concluyeron. Lo que no sabían era que desde entonces Saint Woods volvió a estar en la mira de aquellos que protegen el orden mundial. Estos sabían muy bien que desde lo más alto del bosque, unos ojos escarlata celaban incesantes los montañosos terrenos del pueblo. Atentamente acechaban en su territorio, satisfechos de su cometido, dominando lo arrebatado. A pesar de ello, ignoraban una verdad, pronto deberían huir. Los protectores eran una amenaza reconocida que los vigilaba de cerca. Eso sí, jurarían volver a pisar esas tierras para disfrutar el frío de las eternas noches, el aroma a eucalipto... y la deliciosa carne de sus víctimas.