Tanto en verano como en invierno, los habitantes de Erdine vivían una vida pacífica y en relativa felicidad, pues no había grandes problemáticas que les afectasen en su día a día, al menos eso pensaba Valtrana tras su corta estadía en los Picos del Oeste y al observar el paisaje desde su cómodo carruaje. En la comodidad que los lujos de su actual posición le brindaban, trataba de despejar su mente con el hermoso paisaje que sus ojos podían apreciar a través de la ventana. Aspiraba profundo el refrescante aire que enfriaba sus pensamientos y expulsaba entre sus labios aquello que por dentro le molestaba, una acción que realizó en repetidas ocasiones.
—¿Algo te incómoda? —preguntó Luciel harto de escucharlo.
—Sí, tú —respondió tajante.
—¿Se puede saber que hice para molestar a su alteza? —cuestionó con ironía.
—En primer lugar, haber desaparecido a tu hermana, luego haber tomado su identidad y, por último, no poder cortejar a ninguna dama porque me harías ver como un desleal —Valtrana utilizó los dedos de su mano para enumerar las respuestas frente al joven.
—Tus preocupaciones no son más que tonterías, deberías enfocarte en otras cosas.
—¿Cómo qué exactamente? —replicó.
—Como el hecho de que fuimos a un lugar que es considerado el “hogar de los Grifos” y no vimos ninguno —respondió Luciel.
—Deberías estar agradecido de que no nos topáramos con ninguno, esas criaturas son peligrosas. Además, estuvimos poco tiempo, tampoco le des tanta importancia —expresó despreocupado.
Valtrana estaba tan acostumbrado a sí mismo, que los asuntos del reino, aquellos que consideraba ajenos a él, carecían de importancia alguna. Para el joven era más que evidente la exagerada preocupación que el príncipe tenía por sí mismo y lo perezoso que resultaba para todo lo demás. Lo cual formuló una duda en su cabeza y no dudó en manifestársela.
—¿Alguna vez has sido serio con algo? —Luciel lo miró con detenimiento.
—Sí, con tu hermana y mira cómo me fue.
—Dudo que hayas sido serio con eso, pero está bien. Si se presenta la oportunidad de que puedas cortejar a una mujer, hazlo, no me opondré.
—Pero si ella aparece…
—Pretenderé no saber nada de lo que hagas, mi hermana no lo sabrá por mí —Extendió la palma de su mano hacia enfrente en señal de promesa—. «A Lucina no podría importarle menos lo que tú hagas…» —reflexionaba al observarlo.
Luciel se sentía culpable por haber desposado con engaños a Valtrana, por haber ocultado la verdad desde el inicio, haciéndole creer en un amor que no existía, pues fue él y no su hermana quién lo conoció aquella primera vez. Su falta se acrecentaba con cada día, pues continuaba manteniendo ese secreto, origen de todos sus problemas. Las palabras del joven fueron la llave que abrieron el candado de los pesados grilletes en la conciencia del príncipe que se forjaron desde el día de su enlace nupcial. Valtrana se sentía frustrado de estar unido a un hombre, de no poder dar ni recibir afecto de la mujer que decía amar, en realidad de ninguna mujer. Fue como si hubiese recuperado su antiguo yo, lo cual relajó su semblante y restauró su buen ánimo.
Luego de un trayecto con pocas escalas, se encontraban en las cercanías del Valle de la Fe, el cambio de entorno fue evidente a sus ojos, a sus sentidos. Había árboles cuyas copas parecían cubiertas de nieve debido al blanco con toques de rosáceo en sus flores, su belleza solo era comparable al agradable aroma que desprendían. Querían detenerse para apreciar más de cerca el hermoso regalo de la naturaleza, pero eso solo los retrasaría, así que continuaron en contra de sus voluntades hasta su destino. Llegaron al pie de la montaña donde se encontraba el templo, observaron una escalinata de piedra que descendía de la cima, adornada con flora sonrosada que teñía el paisaje de la ladera. Todo en ese lugar daba la impresión de estar en perfecto orden, como si una mano invisible, quizá la delicada mano de la Diosa, hubiera adornado ese místico lugar.
La escolta del príncipe acampó en los alrededores, pues estaba prohibido que los hombres sin compromiso alguno pisaran el templo. Aunque había mujeres que formaban parte de su comitiva, tampoco podían acompañarlos a la cima, ya que, al ser una pareja recién desposada, solo ellos tenían permitido el acceso a ese lugar sagrado. A pesar de la incómoda vestimenta, Luciel subió los escalones con facilidad, a diferencia de Valtrana quién se había quedado varios escalones debajo de él, apoyado en el borde de la escalinata y con dificultad para respirar. Cuando el joven se percató de la diferencia, ya habían recorrido una gran distancia, aunque faltaba bastante para llegar a la cima. Valtrana no estaba acostumbrado a realizar mucho ejercicio físico por lo que le resultó una actividad extenuante. Luciel le instó a continuar, pero el príncipe se negaba, arguyendo que sus piernas no lo obedecían más. En el momento que decidió continuar, su avance era tan lento que terminó por agotar la paciencia del joven quien, además de cargar un pequeño equipaje, se vio obligado a llevar al príncipe a cuestas.
—Se supone que yo debería llevarte en brazos —mencionó Valtrana al sujetar al joven desde atrás.
—De ser así jamás llegaríamos. Mantente callado si no quieres que te suelte, porque no eres nada ligero —Se quejó.
No era una petición fácil de cumplir, pero Valtrana hizo lo posible por permanecer en silencio, además le resultaba extraño ser cargado por alguien de menor estatura y complexión que él. Al subir el último peldaño, el príncipe se percató del cansancio de Luciel, aunque lucía menos agotado que él cuando subió a su espalda. La vista hacia abajo era impresionante, contemplar los colores del paisaje producía una sensación de serenidad y armonía profunda.
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Editado: 13.08.2025