A la mañana siguiente, Luciel sentía como si hubiese dormido tan solo unos pestañeos y podía notarlo en su cuerpo. Aun así, anhelaba recuperar su rutina, salir a cazar, recorrer los bosques y prados de Erdine, aprovechar el día, pero dada su nueva vida no le era posible hacerlo. El brazo que lo rodeaba dejó de incordiarle, tan solo lo retiró con cuidado al levantarse, pues no quería despertar tan pronto al príncipe. Entre sueños Valtrana se giró hacia el otro lado, algo que resultó oportuno para el joven, ya que aprovechó para vestirse y salió de la habitación. Tuvo la idea de que los pasillos y diferentes zonas estarían desolados, pero las sacerdotisas se levantaban a primera luz del día para orar. Trató de pasar lo más inadvertido posible y encontrar un espacio retirado para poder realizar algunos ejercicios físicos. Cuando se vio solo, Luciel juntó sus manos e hizo una oración debido al lugar en el que se encontraba, separó sus piernas a la anchura de sus hombros y extendió los brazos hacia arriba para luego rotarlos en la misma dirección. Mantenía las piernas rectas a la vez que tocaba los pies con las puntas de los dedos de sus manos. Hizo varias repeticiones, aunque dada su vestimenta le resultaba incómodo.
—«Esta ropa podrá ser bonita, pero no práctica» —Hizo alusión a la vestimenta que portaba.
Luciel escuchó pasos acercándose, en un momento se sacudió y acomodó su ropa para mejorar su aspecto. Fue una grata sorpresa para las doncellas el ver a la joven en movimiento desde tempranas horas, la invitaron a la cocina para tomar el desayuno si le apetecía, Luciel aceptó con la condición de ayudarlas. Se detuvo tan pronto dio el primer paso en dirección hacia ellas, ya que su nariz percibió un olor peculiar, miró hacia los lados, pero todo parecía estar en orden, aun así, esa inquietud no desaparecía por completo. En los aposentos destinados a la joven pareja, el príncipe se movía sobre la cama, extendió su mano para tocar el espacio de al lado, pero al darse cuenta de que estaba vacío le hizo despertar. Luego se incorporó, abriendo la boca para inhalar profunda y prolongadamente, a la vez que la cubría con su mano. Estiró sus extremidades y se puso de pie, miró su reflejo en un cristal y se percató de que su cabello era un desastre. Llamaron a la puerta, peinó sus claros cabellos con los dedos y frotó su rostro para lucir mejor. El príncipe dio la orden de que entraran, pero al darse cuenta de quién se trataba, bajó la guardia.
—Ah, eres tú —dijo Valtrana.
—¿Acaso esperabas un Felry? —preguntó Luciel—. ¿O a una de las doncellas, indecente? —Se cruzó de brazos.
—Me agrada tu sentido del humor, Luci —Comenzó a desvestirse.
—La mesa está puesta, ve de inmediato al comedor —demandó el joven.
—¿Qué eres?, ¿mi superior? —cuestionó el príncipe.
—Solo ve para que podamos irnos de aquí —Señaló.
—Como ordene mi dama —Colocó la mano a la altura del pecho y bajó la cabeza.
El joven cerró la puerta para que el príncipe terminara de vestirse. La mañana transcurría con demasiada tranquilidad, el delicioso aroma de la cocina llegaba hasta el comedor, el canto de las aves, el sonido del agua que brotaba de la fuente armonizaba con el viento en las alas de los Felrys. Los muros de piedra se sentían dignos, seguros, las damiselas que lo habitaban embellecían aún más el lugar. De pronto, los Felrys elevaron su mirada al cielo y adoptaron una posición de alerta, de repente aparecieron unos seres alados de gran tamaño y afiladas garras. El ruido de la conmoción hizo que las doncellas y sacerdotisas se reunieran en el patio principal. Se vieron asombradas ante la intrusión de esas bestias salvajes, las cuales eran controladas por jinetes cuyos rostros mantenían cubiertos. La confusión se vio reflejada en los semblantes tanto del joven como del príncipe, quienes observaban la situación en la distancia, ocultos tras los pilares, pues ninguno de los dos comprendía el motivo de tal profanación. Sus ojos se abrieron de más al reconocer esas criaturas aladas que montaban, cuya mitad superior era la de un águila y la mitad inferior de un león, pues no dejaba duda de que se trataban de grifos. En un instante consideraron a esos sujetos como el peligroso grupo de bandidos que pudo haber estado instaurado en los Picos del Oeste, pero no entendían su irrupción en un sitio tan sagrado.
Se encontraban en una complicada situación, donde se veían superados no solo en número, sino en armas y astucia, pues llegaron por el cielo, evadiendo la escolta del príncipe que estaba asentada al pie. A Luciel le preocupaba la integridad física de las mujeres del templo, además, debía cargar con la responsabilidad de proteger al príncipe heredero.
Los intrusos acechaban desde las alturas hasta que uno de ellos descendió para exigirles que entregaran sus provisiones, así como las criaturas aladas que ahí se encontraban. Ellos bajaron la guardia al considerar que solo había indefensas mujeres en ese lugar, por lo que Valtrana aprovechó para ir por su espada, esa arma que siempre cargaba consigo, aunque no la utilizara. No contaba con tanto tiempo para ir hasta los aposentos donde dejó su máscara y hada, aun así, salió de su escondite ignorando las advertencias del joven.
En la base de la montaña, los subordinados del príncipe trataban de controlar a Sephyr que, de un momento a otro, se alteró como si quisiera salir volando hacia donde se encontraba su amo.
—¿Qué le sucede?, normalmente es muy dócil —dijo uno de ellos.
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Editado: 13.08.2025