Los sueños pueden ser pasajes hacia una verdad inimaginable. Sueños extraños de personas desconocidas. Memorias de una guerra que él nunca vivió, pero ¿cómo sabría diferenciar entre la verdad y la fantasía cuando Ewald no tenía memoria alguna de su vida?
Las pesadillas parecían ser más reales cuando soñaba con el cielo de Valtremix quemándose a la luz del día. El castillo real, el hogar que alguna vez perteneció a los antiguos reyes, los Valtre, ardía intensamente. Dejando restos de dolor, abandono y esperanza a los culpables de esta atrocidad.
Sus estructuras finas y puntiagudas fueron destruidas en mil pedazos, al igual que el legado que había gobernado por siglos. El bosque de pinos que cubría el reino se desvanecía entre el humo y el fuego violento que arrasaba con cada ser vivo.
Mientras corría por el bosque, podía ver enormes bolas de fuego volar, atravesando la cerca que dividía el castillo del pueblo. Al tropezar con una roca, se dio cuenta de que cargaba con el peso de un vestido largo y sentía el calor rozar su piel.
Se teletransportó a otra parte en un pestañeo. Por los dioses. Realmente odiaba cuando su mente le jugaba con estos sueños donde brincaba de un cuerpo a otro.
No sabía lo que significaban, pero reconocía muy bien al actual gobernante, el rey Arnold Friedrich, con menos canas y arrugas, pero esta imagen suya era la que nadie contaba en los libros de historia de la escuela.
El rey caminaba en un mar rojo y plateado de guardias reales y soldados rebeldes sin vida. El humo de su fuego se esparcía por todos los rincones del castillo. Vestía con una armadura de piel y hierro que cubría todo su cuerpo, salpicada de la sangre que sus enemigos derramaron en su último respiro. Aquí, el rey no tenía una pizca de misericordia, imponiéndose ante almas débiles e inocentes que conocían su furia. Aunque en la actualidad, parecía estar en decadencia por su edad.
Un joven de la guardia real yacía debajo de la enorme espada plateada de al menos un metro del rey, que manejaba fácilmente con la fuerza de un solo brazo. Sacó la espada del torso del hombre y puso fin a su vida. Después, se volteó y presintió a alguien más acercarse.
—¿Dónde está mi esposo? —reclamó en terror una voz femenina que provenía desde la perspectiva de Ewald.
El rey gruñó y la observó detenidamente. Sabía que era otra joven por el par de pantalones entubados que llevaba.
De nuevo, sintió una sacudida repentina, sus nervios flotaban como humo sofocante y se encontró fuera del castillo. Reconoció el viejo Hoch Valley por las calles empedradas que lo recorrían y sus plazas de piedra antiguas. Solía ser un pueblo lleno de riquillos y nobleza bien posicionada frente al camino real.
Allí se desarrollaba una batalla entre los guardias que protegían las rejas del castillo contra la muchedumbre de civiles y soldados hostiles que se atacaban con furia, y estallidos de diferentes poderes que volaban por doquier.
Cada esquina o rincón que giraba su cabeza conocía a la muerte. Armas encantadas como espadas, dagas y arcos batallaban unas contra otras. Ewald bajó la cabeza y se dio cuenta de que ahora sostenía una daga ensangrentada, vestido como un hombre de la guardia real de los Valtre.
Cada vez, veía menos guardias sobrevivientes. Todos morían, y él era el siguiente. Cuando vio un rayo de luz que se dirigía contra su cuerpo y corrió lo más rápido que pudo, pero sintió otra sensación. El aire chocó con su cuerpo elevándose y cayó.
El terreno cambió, y ahora se vio dentro del lujoso Castillo Real, aún intacto. Era una estructura ornamentada con acabados florales, columnas góticas, puertas de madera tallada, y, en la entrada principal, una gran escalera que se dividía en dos por el espacio. Toda esa belleza gótica se desvanecía cada segundo agónico que pasaba.
Las manchas de sangre que cubrían los pasillos y el bullicio de la gente oscurecían el lugar en una atmósfera siniestra. Los sirvientes y los nobles corrían desesperados, buscando a sus parientes y amigos para huir del infierno.
Ahora, Ewald usaba un traje lleno de patrones de color negro y morado ciruela. Un traje demasiado elegante, con el típico estilo gótico que vestía la gente de alta alcurnia.
En otro pestañeo, reapareció en un salón cubierto de llamas que consumían los finos asientos del trono. Podía ver todo desde arriba, como si fuera un ave flotando entre el humo.
Al fondo del cuarto, reconoció el rostro delgado del rey Marcus Valtre de los libros que había leído. Tan solo tenía cuarenta años cuando murió. Sus pupilas destellaban en un verde intenso que derramaban lágrimas de frustración. Su piel pálida como la luna resplandecía en las llamas, y su cabello, tan oscuro como la noche brillaba de sudor por el ambiente infernal.
En sus brazos yacía muerta una mujer embarazada, envuelta en la tela de un estandarte quemado. Su tiara de diamantes derretida. Reconocía a esa mujer. Se sabía que la reina Jenae Valtre había sido la causa por la que el pacto de paz no funcionó, y su rostro completamente lleno de ampollas y quemaduras graves le daba la razón. Su estómago se retorció ante esa imagen.
Luego enfocó su vista en otra persona, el rey Arnold Friedrich con los puños envueltos en llamas y una aureola de fuego que lo protegía de los guardias reales.
Un destello ruidoso explotó tapando sus oídos. Ewald dio la vuelta atrás y ahora se encontraba en los legendarios túneles que se construyeron hace siglos bajo el reino.