El camino al Castillo Feuer estaba aglomerado por carrozas de madera, tanto de carga como de pasajeros. Algunas tiradas por caballos y otras más pequeñas impulsadas por energía de magia blanca.
Knut era un hombre de veintiocho años, con gustos y poderes peculiares. Caminaba hacia la torre poniente del castillo, donde entraba el personal, usando el uniforme de los sirvientes: una camisa gris de botones que acomodaba dentro de sus pantalones negros. Tenía algunas cicatrices en los brazos, no muy visibles debido a su piel morena, y su cabello lacio, era de un castaño oscuro, similar al de sus enormes ojos de ónice.
Unos jinetes, llegaron a la entrada junto a una mujer rubia que le sacaba como unos diez años. Para su edad, tenía uno de los cuerpos más fornidos que había visto en su vida. Ella cabalgaba un caballo blanco, y usando la armadura más lujosa del reino, vino y detalles dorados, los colores de la casa Friedrich. La General Dorle Friedrich, la única hija con vida del usurpador, había rescindido de su título de princesa para comandar el ejército de su padre.
Los jinetes se acercaron a la gran entrada, flanqueada por dos enormes torres con cúpulas que simulaban la llama del fuego. La general descendió perfectamente de su caballo, mientras los guardias hacían una reverencia de cortesía. —Buenos días, General Friedrich.
La general subió los escalones y pasó por al lado de ellos asintiendo. Las puertas arqueadas de marfil se abrieron solo para ella y entró junto a su guardia privada al palacio.
El castillo se situaba al noroeste, junto al bosque de Valtremix. Era una construcción de varias torres con cúpulas doradas, paredes de colores, cristales y detalles dorados en las molduras con figuras. Al este del castillo, había un gran campo donde se celebraban juegos, ceremonias y eventos masivos en Valtremix. En las orillas, se podían ver las gradas del público y las banderas ondeando el símbolo de la casa Friedrich, una antorcha encendida sobre una copa de colores vibrantes y líneas doradas.
Después de pasar por la cocina y las áreas de limpieza, Knut se dirigió al puente que conectaba con la oficina del rey. Llegó al pasillo empujando un carrito de servicio y se puso a quitar el polvo de los cuadros, justo a unos pasos de las puertas blancas donde se escondía ese demonio. Y, como siempre, dos guardias se mantenían inmóviles como estatuas en la puerta. Estaban día y noche haciendo turnos entre sus compañeros, siempre que Friedrich se encontrara ahí.
La guardia privada de la General Dorle llamó a la puerta. Había descubierto la hora exacta en la que visitaría a su repulsivo padre. Knut se acercó lentamente con su carrito, revisando las pinturas colgadas en la pared.
—El orfanato ha funcionado muy bien estos años —escuchaba la suave voz de una mujer madura. —Pero ¿qué haremos ahora con los chicos mayores? El espacio es insuficiente y...
—¡Hace años me dijiste que no los forzara a trabajar! —escuchó la voz gruesa de un adulto mayor.
—¡Sí, pero eso fue antes! Ahora están creciendo y no tienen un lugar a donde ir.
—¡Toda esa bola de malcriados necesita mano firme, no agradecen lo que hemos hecho por ellos! —Knut se sobresaltó cuando la voz gruesa de Friedrich se alzó hasta el pasillo.
La otra mujer debía de ser la duquesa Alese Friedrich, la esposa del difunto Clemens Friedrich, hijo mayor del rey. Había escuchado que aquella mujer no poseía ninguna clase de poder, ni siquiera podía convocar magia blanca. No sabía a qué se debía, por lo tanto, no era una amenaza mortal como la llama de los verdaderos Friedrich. Tal vez podría preguntarle a Heiner en otro momento. El sabelotodo. Knut se rio y volvió a prestar atención a las voces.
—Solo prométeme que les darás nuevas oportunidades —suplicó la mujer.
—Lo haré, es lo mejor que podemos hacer —contestó Friedrich resignado.
Cuando la General Dorle tuvo suficiente de su discusión, señaló a los guardias para que le dejaran entrar y se inclinó. —Su majestad, ¿me ha llamado?
—Ven, hija.
La general entró en la habitación, pero la puerta seguía abierta.
—Dorle —la duquesa hizo una pequeña reverencia.
—¿Cómo estás, Alese?
—Bien, a punto de irme. Con permiso —contestó Alese fríamente, pasando de lado.
La duquesa era una mujer alta, con el cabello castaño largo y vestimenta casual. Cuando salió de la oficina, las puertas se cerraron.
Una vez que se desalojó el pasillo, Knut se pasó del otro lado, limpiando para que los guardias no sospecharan de él, aunque ya notaba sus miradas vigilándolo. Esperaba que no le prestaran mucha atención. La conversación siguió su curso.
—Ha habido más robos… ya sabes de quiénes —dijo la general con calma.
—Llámalos por lo que son... sucias ratas que se arrastran bajo la tierra —gritó con rabia.
—Padre, han pasado dieciséis años, los pocos que quedan vivos, son inofensivos.
Inofensivos pensó Knut enfadado.
—No puedo permitir que sigan asaltando el reino a su antojo, tenemos que eliminarlos de una vez por todas.
—¿Tienes idea de dónde están?
—No. Los túneles que construyeron fueron hechos para nunca encontrarlos, están encantados y solo alguien que los haya visto conoce el secreto para entrar.