Vanessa. Amor, la dominación licenciada.

EL AMOR, LA DOMINACIÓN LICENCIADA

Los aplausos y los trofeos llenaban mi ego de luz, pero no pintaba por ellos, claro que no. Lo hacía por la fiebre que ardía entre mis dedos, por el silencio que el lienzo absorbía como un amante cómplice y por poder liberar mi alma entera en ello.

Podía pasar horas y hasta días sin despegarme del lienzo, buscando la perfección en mi obra. Yo no creaba arte. Paría hijos de color y textura, formas que eran más leales que los de carne y hueso.

Hace tanto… tanto que no vuelvo a pintar.

Mis hijos verdaderos…

¿Me abandonaron? O fui yo la que cerró puertas y trazó líneas imposibles entre ellos y mi ambición.

Libertad, vida, felicidad.

Tres palabras imposibles, tres palabras surrealistas para mí, tres fantasmas que yo misma grité a mi madre durante mi juventud, cuando aún creía que eran alcanzables. Tantos años y aún sufría sus consecuencias, en mis dedos casi deformes y ocultos bajo guantes de seda, todo producto del ataque de ira que ella arrojó sobre mí.

¿Perfección?

Yo sí que sabía lo que era, mis obras, una tras otra fueron consideradas grandes obras maestras, perfectas como ninguna otra, el detalle final era impecable.

Casi podías sentir que te reflejabas en un espejo o mirabas el paisaje a través de una ventana… pero ella lo arruinó. Mi madre me desgració la vida, dijo que fue por amor y que era lo mejor para nosotras, según ella yo me estaba perdiendo entre las garras del diablo…

¡Oh Dios! ¿No fue eso lo que le dije a Mayra también?

Seguí sus pasos, pero al menos no arruiné a mi hija, como mi madre, Estefanía, si hizo conmigo, bastó con que cerrase la robusta cubierta del teclado en nuestro viejo piano y me fracturase todos los dedos de la mano, mientras tocaba la sonata que ella misma me pidió.

A todos le dijo que fue un “accidente”.

Mi querido esposo, tan noble e ingenuo, le creyó, tal y como lo hicieron todos los que nos rodeaban o visitaban.

Solo yo sé la verdad.

Porque ahora sé que perfeccionar no es amar, dominar no es criar y silenciar no es cuidar. Y si algún día mis hijos me llegan a perdonar, no volveré a tocarlos con mis pinceles de exigencia, no serán mis lienzos humanos. No permitiré que tengan más fracturas heredadas.

¡Sólo yo sabía la verdad!

Ahora estaba más segura que nunca, sabía, con certeza tallada en hueso, que no se destruye lo que se ama. La dominación no es amor, el maltrato no es cuidado… he sido tan tonta, en algún momento de mi vida, me convertí en ella. Y yo sentía más temor hacia ella que amor.

¿Fue eso lo que sintió Mayra cuando se alejó, cuando eligió otro camino? ¿Cuándo se cambió de carrera?

Culpa, miedo, dolor.

Tantos sentimientos embargándome y aquí estaba yo, en el ático frente a cada una de mis herramientas de pinturas. A pesar de abandonarlas, seguían frescas y todo bien cuidado. Aguardaban mi regreso como si Ramón hubiese pactado con el tiempo.

—Seguro has sido tú —susurré entre lágrimas, al ver cada tubo nuevo, cada pincel en su sitio, como esperándome en silencio. Él sabía que vendría aquí.

Solo faltaba que diese el paso más importante.

Entre temblores y sollozos saqué mis guantes, mis dedos, cicatrizados y temblorosos, desnudos al fin. Los estiré como ramas secas que aún desean tocar el cielo. Los masajeé y los besé. Y en ese gesto, me acaricié el alma olvidada.

Desde el piso inferior, el tocadiscos rompió el silencio, con aquella canción… dulce, melancólica, que era el eco de nuestra juventud. Ramón… El que bailó conmigo por primera vez, el que se llamó mi fan número uno cuando yo aún creía en el arte como promesa. Mi querido Ramón, tantas veces habló con orgullo de mis obras y…

Con un suspiro todos mis sentimientos fueron ocultos en lo más profundo de mi alma, sonreí y tomé el pincel con determinación. Trazos por aquí y por allá, mi base estaba lista, al menos no había olvidado la teoría del color, seguía en mí como un rito antiguo.

Y pinté, trazos imperfectos, hermosos. Tantas pinceladas y todo cobraba forma, tan hermoso… ¡aún podía pintar!

La música guiaba mis manos como el viento a las olas. Aunque mi pulso no me permitía darle realismo, trazos tan finos como el filamento de un cabello, los poros de la piel o algo tan simple como el tejido de un vestido… no podía crearlos, sí, me volví tan inútil…

Mis fuerzas fallaron y me desplomé en el sucio suelo a llorar. En ese piso que ya no era taller sino confesionario.

—¿Nyssa, amor? —dijo, detrás de mí—. ¿Estás bien?

—Ya no puedo hacerlo —respondí, con el alma rota como en antaño lo fueron mis huesos—. Ya no puedo pintar…

—¿Qué estás diciendo? Si esto es maravilloso, no sabría ni siquiera a donde mirar, todo es tan… hermoso y Dios…

No le creí, no podía.

—¡Sólo estás diciéndolo para consolarme! Mira el cabello de Mayra… ¡Es un desastre! —farfullé entre sollozos.

—¿Qué tal así?

Entonces él, Ramón, arrancó una hebra de mi alborotada melena, sucia con innumerables gotas de pinturas… ¿cómo permití que me viese en este estado? Embadurnó las hebras de mi cabello con pintura, y la ondeó sobre el lienzo.




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