La noche anterior había transcurrido como cualquier otra en mi rutina solitaria. Estaba en mi casa, con la mesa del comedor convertida en un caos de documentos. Eran papeles de un caso especialmente delicado, el tipo de asunto que podía hundir o encumbrar carreras: un político que había escalado tan rápido que se había ganado el apodo de “pez gordo”. La tensión del trabajo colgaba sobre mí como una nube cargada. Para calmarme, me había servido una copa de vino tinto, cuyo aroma intenso aún parecía flotar en mi memoria, una mezcla de frutos rojos con ese toque amaderado que tanto disfrutaba. Recuerdo haber pensado que una copa me ayudaría a mantener la concentración... pero el cansancio me venció.
Me quedé dormida en el sofá, o al menos eso supuse. Lo siguiente que recuerdo fue abrir los ojos y descubrir que el mundo había cambiado.
Ya no estaba en mi cálida sala, rodeada del olor de los muebles de madera y el tenue zumbido del refrigerador. En su lugar, me encontraba en un espacio que era todo menos acogedor: un cuarto pequeño, apenas de tres por tres metros, con paredes de metal liso y frío. No había ventanas, ni puerta aparente, y un silencio opresivo llenaba el aire, como si incluso el sonido temiera entrar allí. El eco de mi respiración parecía rebotar en las paredes, aumentando mi sensación de aislamiento.
Intenté levantarme, pero un peso tiró de mis muñecas, y mi corazón dio un vuelco. Estaba encadenada. Mis ojos recorrieron las cadenas, y la sorpresa pronto se convirtió en desconcierto. No eran de hierro o acero como esperaba; eran verdes, con un brillo translúcido que me recordó al jade. La superficie parecía lisa y pulida, pero había algo extraño en ellas, algo que no podía explicar.
Tiré de las cadenas con fuerza, un acto más de desesperación que de estrategia, y lo lamenté al instante. Apenas las había movido cuando un dolor abrasador recorrió mis brazos. Era una sensación indescriptible, como si alguien me hubiese quemado con un hierro al rojo vivo y, de inmediato, lo hubiese sustituido por un bloque de hielo. Fue tan intenso que un grito escapó de mi boca, o al menos intentó hacerlo. Mi garganta se contrajo, pero ningún sonido salió.
Llevé las manos a mi cuello, buscando un alivio instintivo, y me encontré con algo que no estaba ahí antes: un grueso collar. Su textura era extraña, rugosa y metálica, y al tocarlo sentí un leve zumbido en mis dedos, como si estuviera vivo, como si me advirtiera que no intentara quitármelo.
El miedo comenzó a instalarse en mi pecho como una sombra que lo cubría todo. Cerré los ojos e intenté respirar hondo, pero cada bocanada de aire traía consigo un sabor metálico, como si el ambiente estuviera cargado de óxido. Mi mente era un torbellino de preguntas sin respuesta: ¿Cómo había llegado aquí? ¿Quién me había traído? ¿Qué querían de mí?
Me acurruqué en una esquina, adoptando una postura casi fetal, con la cabeza enterrada entre mis piernas. Era una reacción infantil, lo sabía, pero necesitaba un refugio, aunque fuera dentro de mí misma. Mientras me balanceaba ligeramente, como si eso pudiera calmarme, intenté aferrarme a algún pensamiento racional, pero todo me sobrepasaba. Yo, que siempre había tenido una mente analítica y fría, me encontraba atrapada en un remolino de emociones.
El tiempo pasó de forma incierta. Podrían haber sido minutos o horas. El único indicio de que algo había cambiado fue un leve zumbido que resonó en el aire, seguido de un destello. Cuando levanté la vista, vi algo imposible: una puerta que antes no estaba allí ahora se materializaba en la pared a mi derecha. La textura del metal se onduló como el agua hasta que tomó forma sólida.
Mi primer impulso fue alejarme, y lo hice. Me escabullí al rincón opuesto, mi respiración entrecortada y mi espalda contra la pared. Cada músculo de mi cuerpo estaba tenso, esperando lo peor. Entonces, la puerta se abrió lentamente con un sonido que me recordó a una ráfaga de aire.
Un hombre entró.
Era alto, más de lo que esperaba, y su presencia llenó el pequeño cuarto de una forma inquietante. Su piel era pálida, casi como la porcelana, y contrastaba con su cabello negro, que caía en mechones perfectamente alineados sobre su frente. Pero lo que más me impactó fueron sus ojos: verdes, pero no cualquier verde. Eran un tono tan vibrante, tan luminoso, que me recordaron a las manzanas frescas, esas que todavía tienen el rocío de la mañana.
Quería decir algo, gritarle, exigir respuestas, pero mi garganta seguía bloqueada, mi voz atrapada en un lugar donde no podía alcanzarla. Solo podía mirarlo, estudiarlo, mientras él hacía lo mismo conmigo.
Su mirada no era la de alguien casual; era intensa, como si quisiera desentrañar cada rincón de mi alma con solo observarme. Y en ese momento, lo supe: él era quien tenía todas las respuestas. Pero también supe algo más, algo que me heló hasta los huesos.
Me sonrió, pero no era una sonrisa común; no transmitía calidez ni burla, era algo que se encontraba entre ambas, como si estuviera evaluándome, como si supiera algo que yo no entendía todavía. Entonces, sin apartar su mirada de la mía, movió ligeramente la mano. Fue un gesto sutil, casi perezoso, pero en cuanto lo hizo, sentí una ligera presión alrededor de mi cuello.
El collar desapareció.
Llevé las manos al lugar donde había estado, palpando mi piel como si necesitara confirmarlo. No había rastro de él, ni el frío metálico ni la rugosidad que antes había sentido. Inspiré profundamente, intentando llenar mis pulmones con el aire denso y cargado del lugar, y abrí la boca para hablar. Pero no salió ningún sonido.
El hombre levantó la vista hacia el techo con un gesto pausado, como si estuviera inspeccionando algo importante, algo que yo no veía. Mi curiosidad, mezclada con una creciente desconfianza, me obligó a seguir su mirada. Arriba, entre las placas metálicas del techo, había luces pequeñas, apenas perceptibles al principio, titilando como estrellas en un cielo artificial. Una de ellas comenzó a crecer lentamente, su resplandor intensificándose con cada segundo.