— Gracias por decirle todo eso, Ogbon — la voz de Zatre resonó con una mezcla de aprobación y familiaridad cuando cruzó el umbral de la puerta. Su presencia, firme pero serena, pareció llenar el espacio, disipando la extraña tensión que había quedado tras las palabras de Ogbon. Se quedó observándolo, y con una sonrisa ligera en los labios añadió — Por cierto, qué poco amable eres. Tú cómodamente sentado y ella de pie.
— Le ofrecí sentarse junto a mí, pero prefirió quedarse parada — respondió Ogbon, encogiéndose de hombros con una sonrisa que parecía rozar la burla.
Zatre dejó escapar una carcajada suave, el tipo de risa que solo comparten los amigos de muchos años. Sus ojos verde manzana brillaron un instante, reflejando una complicidad evidente entre ambos.
— Si a mí me hubieras ofrecido sentarme tan cerca de ti, también me habría quedado de pie — replicó Zatre con ironía, inclinándose ligeramente hacia él.
— Si tú fueras ella, jamás te habría ofrecido que te sentaras a mi lado — contestó Ogbon, riendo abiertamente. Se dirigió afuera y al pasar junto a mí, me dedicó un guiño que me hizo apretar los labios en una línea fina. Me era difícil interpretar si sus acciones eran un juego o si escondían algo más detrás de aquella despreocupación calculada.
Zatre esperó hasta que estuvimos completamente solos para hablar de nuevo. Su tono cambió, adquiriendo una formalidad tranquila pero autoritaria.
— Como Ogbon fue tan amable de explicarte las reglas, pasaremos a lo siguiente. — Sacó dos pequeños frascos de su pantalón, mostrándolos frente a mí. Uno contenía un líquido dorado que parecía brillar con una luz propia, mientras que el otro albergaba una sustancia negra, viscosa, que se movía lentamente como si tuviera vida propia.
— Poco antes de tu partida, tomarás este — dijo levantando el frasco dorado, sus ojos se fijaron en mí, esperando una confirmación silenciosa antes de continuar. — Y cuando llegues a Terra, después de que terminen de explicarte todo, deberás ir al tocador. El líquido dorado provocará que tengas que ir, así que te darán un momento y lugar a solas.
Mientras hablaba, abrió el frasco negro y dejó caer en su mano la sustancia que contenía. Al principio parecía una masa informe, pero al contacto con su piel, comenzó a solidificarse hasta formar algo que recordaba a una pequeña esfera gelatinosa.
— Cuando estés sola, comerás esto — continuó, extendiéndome la esfera oscura.
Aunque sentía una resistencia interna, lo obedecí y descubrí mi brazo, extendiéndolo hacia él con cierto recelo. La esfera, fría al tacto al principio, pareció reaccionar de inmediato al contacto con mi piel. Comenzó a derretirse, pero en lugar de deslizarse como un líquido normal, empezó a desplazarse hacia arriba, ascendiendo por mi brazo como si tuviera voluntad propia.
Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Intenté apartarlo, frotar mi piel para deshacerme de aquella cosa que ahora parecía moverse bajo mi epidermis, pero era inútil. Mi pánico se hizo evidente.
— Tranquila — dijo Zatre, su tono firme pero tranquilizador, como el de un padre calmando a un niño asustado. — Se está acomodando en tu brazo para que te sea más fácil consumirlo cuando llegue el momento adecuado.
— ¿Cómo esperas que me lo coma si no puedo ni tocarlo? — pregunté, tratando de controlar la urgencia en mi voz, aunque el miedo latente la traicionaba.
— Cuando sea el momento, se desprenderá de tu piel. Por ahora, está así para que no lo detecten cuando te revisen.
Observé, horrorizada pero fascinada, cómo la sustancia terminaba de asentarse en mi brazo, transformándose en un tatuaje de una serpiente enroscada, con detalles tan finos que parecía real. La imagen era inquietantemente hermosa, y aunque ya no sentía su movimiento, la idea de tener aquello incrustado bajo mi piel me revolvía el estómago.
— Entonces… — continuó Zatre, sin darme tiempo a procesar completamente lo que acababa de ocurrir. Se dejó caer en el sillón donde antes había estado Ogbon y, con un movimiento de su mano, hizo aparecer otro sillón frente a él. — Siéntate. Quiero que veas algo.
Obedecí con cautela, sintiéndome atrapada entre la necesidad de entender más y el temor de lo que pudiera venir. La pared de cristal desapareció, devolviéndole al cuarto su aspecto metálico y casi asfixiante, apenas iluminado por una luz tenue que parecía filtrarse desde ninguna parte.
Entonces, frente a nosotros, se materializó un holograma. La imagen que apareció era extraña, un objeto que parecía una combinación entre un vehículo y un instrumento de tortura.
A primera vista, parecía un pequeño auto con tres llantas y un asiento en el centro, pero los detalles eran mucho más perturbadores. Cada reposabrazos albergaba algo que recordaba a agujas hipodérmicas, finas y relucientes, que entraban y salían de un pequeño orificio como si esperaran al usuario.
— Esto es un VTP-25 — dijo Zatre con calma, observando mi reacción mientras yo examinaba el holograma.
Lo que en un principio parecían ser hilos decorativos en la parte superior del respaldo se revelaron como finos cables que se movían, retorciéndose como si estuvieran vivos. Cada uno se dividía en filamentos cada vez más delgados, hasta terminar en extremos casi invisibles, más delicados que una tela de araña.