En ese momento, la esfera que me rodeaba comenzó a moverse. Sentí una ligera vibración, como si la energía que la sostenía estuviera ajustándose a mi peso, a mi presencia. Lentamente, se elevó del suelo. Era como si flotara en un sueño. La transición fue tan suave que apenas noté cuando salimos de la nave. Solo la cambiante iluminación me lo confirmó: pasé del brillo frío de las luces interiores al cálido resplandor que emanaba desde el exterior.
Cuando estaba a unos cuantos metros de distancia, la pared que me había separado de Zatre y Ogbon desapareció, como si nunca hubiera existido. Ellos se acercaron a la orilla, sus siluetas recortadas contra el fondo metálico y brillante de la nave. Pude distinguir sus rostros, sus expresiones graves. Zatre levantó una mano a modo de despedida, pero permanecía inmóvil, como si estuviera reprimiendo algo que no podía o no quería expresar. Ogbon, en cambio, parecía estar a punto de decir algo, pero no lo hizo.
Agité mi mano, esperando que lo notaran, pero ninguno de los dos se movió, dándome a entender que mi gesto pasó desapercibido. Una sensación de aislamiento comenzó a colarse en mi pecho, pero me obligué a apartarla. Esto era lo que debía hacer. No podía permitirme dudas.
Mientras me alejaba, mi vista se dirigió hacia la nave, que ahora podía observar completamente. Era majestuosa, de forma circular, con un brillo tan intenso que desde la superficie del planeta seguramente parecería una estrella luminosa. Los paneles exteriores parecían moverse, ajustándose a cada cambio de luz, como si la nave misma respirara.
La nave quedó atrás, imponente, majestuosa. Desde la distancia, su forma circular reflejaba la luz de las estrellas, proyectando un brillo que la hacía parecer una segunda luna. Era hipnótica, pero pronto su figura se redujo a un enorme punto brillante, dejando que mi atención se desplazara hacia el espectáculo que se desplegaba frente a mí.
El espacio no era la fría y vacía extensión que había imaginado. Estaba vivo. Las estrellas parpadeaban, pero no con la monotonía que uno ve desde un planeta. Aquí, su luz era dinámica, vibrante. Algunas destellaban como llamas danzantes, mientras que otras emitían un resplandor constante, bañando el vacío con tonos de azul profundo, dorados cálidos y ocasionales verdes iridiscentes. Era como estar rodeada por un océano de joyas suspendidas en un lienzo infinito.
Pasamos cerca de un cinturón de asteroides, y las formas irregulares de las rocas parecían moverse con propósito, aunque sabía que era solo una ilusión causada por nuestra velocidad. Algunas estaban cubiertas de hielo que reflejaba la luz como espejos fracturados, mientras que otras mostraban tonos rojizos y grises, como si contaran historias de impactos antiguos y secretos guardados durante milenios.
En un momento, al mirar hacia un costado, observé cómo un cometa surcaba el espacio a lo lejos, su estela luminosa extendiéndose como un velo traslúcido. Era como una danza efímera, y no pude evitar preguntarme cuánto tiempo llevaba viajando, solitario y eterno, a través del universo.
La cápsula se movía con una precisión asombrosa, sin turbulencias, sin ruidos. Solo el leve zumbido de la energía que la mantenía en funcionamiento se filtraba ocasionalmente, recordándome que estaba dentro de una obra de ingeniería más allá de mi comprensión. Por momentos, me recostaba en el asiento, permitiendo que el espectáculo me envolviera. No había prisa. Cada segundo era un regalo.
Al cabo de un tiempo, mi vista se posó en el planeta Varaloon. Su atmósfera era de un azul profundo, salpicada por tenues nubes que parecían flotar en patrones circulares. Tres lunas lo rodeaban, cada una con un color distintivo: una de un cian grisáceo, otra gris verdosa y la tercera de un tono rosa palo. Orbitaban en perfecta sincronía, creando un baile celestial que no podía ser casualidad.
Cuando pasamos cerca de una de las lunas, pude distinguir cráteres que se extendían como cicatrices en su superficie, algunos llenos de un líquido brillante que reflejaba la luz de las estrellas. Por un instante, me pregunté si esas lunas habían sido habitadas alguna vez, si albergaban secretos que nadie había descubierto o eran cascarones vacíos creados por Zatre y su especie.
El tiempo dejó de tener sentido durante el viaje. No sabía si habían pasado minutos, horas o días. El espectáculo del espacio era tan inmenso que parecía devorar el concepto mismo del tiempo.
A medida que la cápsula se acercaba a Varaloon, la velocidad aumentó. Sentí cómo mi cuerpo se presionaba contra el asiento, no de manera incómoda, pero sí lo suficiente como para recordarme que estaba viajando a una velocidad que ninguna mente humana podría comprender del todo.
La cercanía del planeta hizo que su superficie cobrara vida. Vi vastos océanos que brillaban con tonos turquesa y esmeralda, bordeados por cadenas montañosas que parecían cortadas a mano. Las tres grandes islas artificiales destacaban en la inmensidad del agua. Al acercarme a una supuse que se trataba de Terra, ya que era una mezcla de colores que conocía de los globos terráqueos: algunas partes estaban cubierta de un verde intenso, como si estuviera tapizada de bosques impenetrables; otras partes parecían un desierto dorado, con dunas que se movían como olas congeladas en el tiempo; y otras partes eran el gris típico de las grandes ciudades.
Cuando la velocidad se hizo casi insoportable, decidí cerrar los ojos. Había algo aterrador en moverse tan rápido hacia lo desconocido, pero también algo profundamente emocionante.