Cuando desperté, lo primero que captó mi atención fue un sonido agudo y molesto: una alarma. Parecía surgir desde alguna esquina invisible de la habitación, rompiendo el silencio como un intruso inoportuno. Estiré una mano torpemente para apagarla y, al hacerlo, sentí la textura fría y lisa de una superficie desconocida bajo mis dedos. La apagué con un ligero suspiro de irritación y me incorporé en la cama.
Al mirar hacia las ventanas, confirmé mi teoría del día anterior. El cristal, con su diseño peculiar, proyectaba una tenue luz que imitaba el amanecer, aunque sabía perfectamente que eso era imposible en este lugar. Afuera, el sol brillaba constantemente, eterno e inmóvil, pero dentro de estas paredes parecía obedecer un ciclo cuidadosamente fabricado.
Me dirigí al baño, donde el agua de la ducha golpeó mi piel con una mezcla de calidez reconfortante y frescura revitalizante. Cerré los ojos mientras el vapor llenaba el espacio reducido, envolviéndome en una sensación momentánea de alivio. La presión del agua contra mi cabeza parecía arrastrar consigo las preocupaciones que se acumulaban en mi mente, aunque solo fuera temporalmente.
Una vez vestida y con el cabello aún húmedo, prepare un desayuno sencillo en la cocina impecablemente abastecida. Tomé un sorbo de café que, a pesar de su calidad, sabía levemente metálico, como si la perfección de este lugar incluyera un sabor fabricado que no podía evitar notar.
Salí del departamento, y el elevador, después de apretar el botón con una gran letra E, descendió directamente al estacionamiento. Mi VTP, una especie de vehículo autónomo que parecía tener una inteligencia propia, se desplazó hasta detenerse justo frente a mí. La eficiencia casi mecánica del proceso me hizo sentir extrañamente pequeña, como una pieza más en un sistema que no comprendía del todo.
Subí al VTP, y en cuanto pensé en la dirección, este comenzó a moverse sin necesidad de más instrucciones. Era una experiencia surrealista, como si cada elemento de este mundo estuviera diseñado para anticiparse a mis acciones. Durante el trayecto, sentí el característico y molesto pinchazo en mis muñecas: la extracción de sangre. Aunque sabía que no era peligroso, seguía resultando incómodo y, más que eso, invasiva.
El viaje fue largo, al menos una hora, según mis cálculos. Miré el exterior mientras pasábamos por paisajes artificiales, perfectamente diseñados pero carentes de alma. Finalmente, el VTP se adentró en un suburbio compuesto por edificios idénticos, todos construidos con la misma estructura funcionalista: tres plantas y dos departamentos por piso.
El vehículo se detuvo en el único espacio libre de toda la calle. Frente a mí apareció una pantalla que se encendió con un leve zumbido, revelando el rostro de un hombre.
— ¿Quién eres? —preguntado en francés con voz áspera. Tenía el cabello negro y largo, algo descuidado, con una barba tupida salpicada de canas. Sus ojos grises eran penetrantes, cargados de desconfianza.
— Eh… buenos días, mi nombre es Samanta Zatre — respondí, algo insegura. Eché un rápido vistazo a la tarjeta que llevaba conmigo, tratando de recordar el nombre que me habían indicado. —Vengo a ver al señor Louis Zatre.
Agradecí mentalmente las clases de francés que había tomado en la universidad; sin ellas, este encuentro habría sido aún más incómodo.
— ¿Eres la nueva trabajadora social? — inquirió ahora en inglés, su tono carente de emoción.
— Sí, me dijeron que tenía que presentarme hoy con usted — contesté, también en inglés, tratando de mantener un tono neutral.
Él asintió apenas, como si se debate entre la indiferencia y la irritación. Finalmente, dijo en un español tosco:
— Mmm… de acuerdo, entra. Departamento número dos.
La pantalla se apagó abruptamente y el VTP me liberó con un movimiento suave. Bajé del vehículo y miré hacia el edificio frente a mí. Subí las escaleras hasta la segunda planta, sintiendo el peso de cada paso bajo mis pies. Me detuve frente a la puerta marcada con el número 2 y toqué el timbre.
Pasaron unos segundos antes de que se abriera la puerta, revelando al hombre de la pantalla. Estaba vestido de manera informal, con un pantalón de deporte y una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus brazos musculosos, llenos de cicatrices y manchas de pintura.
— ¿Te quedarás ahí todo el día o entrarás? — preguntó, con una mezcla de sarcasmo y cansancio evidente.
— Disculpa… — respondí, entrando rápidamente.
El departamento era pequeño pero funcional. Consta de cinco habitaciones: una cocina, una sala-comedor, dos recámaras y un baño. Sin embargo, lo más notable era el estado del lugar. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas, como si alguien hubiera congelado el tiempo en ese espacio.
El hombre caminó junto a mí, apenas prestándome atención, y se dirigió al baño. Antes de entrar, señaló una puerta cercana.
— Este — dijo, sin molestarse en voltear a verme — es el estudio de mi anterior cuidador. Dejó ahí todas sus notas y archivos. Puedes revisarlos mientras tomo una ducha.
Intenté responder, pero la puerta del baño se cerró con un golpe seco antes de que pudiera terminar.
— …Gracias — murmuré, más para mí misma que para él.