Jamás había deseado, en toda mi vida, no haber conocido a alguien. Sin embargo, después de todo lo ocurrido, no cabía duda en mi mente: él había sido mi ruina. ¿Quién abandona a alguien después de prometer que lo amaría siempre? ¿Acaso se habría deshecho de la misma forma de la princesa Genevive? ¿Por qué Phillipe, mi Phillipe, no se parecía en nada al hombre que vi marcharse de casa la semana pasada?
Recordar sus palabras era como hundir más profundamente el puñal que yacía clavado en mi pecho.
—No te comprendo, Phillipe, en serio… —las lágrimas corrían por mis mejillas sin piedad mientras lo observaba guardar, apresuradamente, la ropa que había sacado de los cajones sin ningún orden. Su semblante reflejaba urgencia, una prisa que no lograba comprender.
—Esto… lo siento… —musitó, apenas dedicándome una mirada fugaz, carente de afecto—. Todo esto ha sido un error.
Su comentario fue como un golpe directo. La furia comenzó a encenderse en mi pecho.
—¡Eres un…! —le espeté, lanzándole una de sus camisas. —No respondiste mensajes, ni llamadas; no te presentaste en la coronación y ahora, ¿dices que lo nuestro fue un error? Ni siquiera pensaste en cómo me sentiría yo, ni en tu madre, ni en tus hermanos.
—Ellos estaban al tanto de mi paradero —replicó cortante, cerrando la maleta antes de dirigirse a la sala.
—¿Y yo? —grité, siguiéndolo hasta la puerta—. ¿Acaso yo no merecía saberlo? ¿No merecía una explicación antes de que decidieras desaparecer y ahora simplemente irte, como si no significara nada?
Phillipe se detuvo, con la mano ya sobre el picaporte, pero no se giró hacia mí. Su postura rígida era la de un extraño, alguien ajeno a todo lo que habíamos compartido.
—Nessa… —pronunció mi nombre en un susurro casi inaudible, y por un instante creí percibir duda en su voz. Pero cuando giró hacia mí, sus ojos estaban fríos, inexpresivos—. Esto es lo mejor. Para ti, para mí.
—¿Es por tu visión? —le pregunté, buscando desesperadamente un destello de verdad en su mirada mientras él tomaba la correa de Espartaco, dispuesto a salir de la casa. Mi desesperación crecía porque sabía que algo estaba mal, algo que él no quería decirme.
Phillipe se detuvo por un momento. Sus ojos, que tanto amaba, ahora eran pozos vacíos, desprovistos de la calidez que antes me brindaban.
—Eso no importa, Nessa. —Su voz, baja y quebrada, era como una daga directa al corazón.
—¡Claro que importa! —mi grito hizo que Espartaco gimiera de miedo, encogiendo aún más mi corazón—. ¿Qué hay de tu variante? ¿Qué hay de la decisión que habíamos tomado juntos? Si te vas ahora, nunca volveré a verte. Si te vas…
Morirás.
—Es un destino que he aceptado —dijo con firmeza, aunque un atisbo de vacilación cruzó su rostro—. Quizás tu presencia me hizo creer que tenía esperanza, pero… —hizo una pausa, como si las palabras le pesaran demasiado—. Me equivoqué. Pensé que si me convencía de que te quería, esto sería más fácil, pero no puedo. Mereces a alguien que te ame de verdad, no a alguien que te use, como yo.
Cada palabra fue como un puñal que atravesó mi pecho, y su partida lo dejó allí clavado, incapaz de ser removido.
Lo amaba lo suficiente como para seguirlo hasta el fin del mundo si era necesario, pero él había dejado en claro que no me quería en su vida, que prefería morir antes que estar con alguien a quien no amaba. Se marchó lejos, sin dejar rastro alguno de su paradero.
En el momento de su partida, sentí mi mundo derrumbarse. No era una simple ruptura; fue una despedida definitiva al Phillipe que creía conocer, al Phillipe que amaba más de lo que debía, al Phillipe que nunca fue completamente mío.
Mientras se alejaba, con Espartaco siguiéndolo dócilmente, entendí que todo lo vivido no era más que una ilusión, una variante en mi vida que jamás debió existir.
La vida tiene un modo cruel de jugar con nuestras decisiones, como si cada momento fuera una bifurcación en un camino infinito, lleno de giros inesperados. Phillipe había sido ese giro, esa anomalía que me arrancó de la seguridad de mi mundo para sumergirme en algo que nunca entendería del todo.
No corrí tras él, no grité más. Solo me quedé ahí, en silencio, con el eco de sus últimas palabras resonando en mi mente:
“Esto es lo mejor. Para ti, para mí.”
Recordar todo lo ocurrido solo me llevó a huir. Me alejé de Wibston, de la prensa, de mis amigos… de todo. Encontré refugio en Sant Gaunt, el rincón familiar en el que crecí. Allí, los días eran silenciosos y monótonos, justo lo que mi alma rota necesitaba. Mi madre intentaba distraerme con largas conversaciones sobre el pasado, mientras mi padre, en su silencio, me brindaba un apoyo incondicional.
Sin embargo, temía el día en que su nombre volviera a mí, acompañado de la noticia de su muerte. Sabía que ese momento llegaría; lo había leído en sus ojos, en la decisión que había tomado.
Pero hasta entonces, aprendería a vivir con las marcas que dejó en mi alma y con el silencio eterno de lo que pudo ser, pero nunca sería.
Porque, al final, eso fue todo lo que él fue: una variante. Una excepción que jamás debió existir en mi historia, pero que ahora formaba parte de mí para siempre