La segunda caja llegó al día siguiente.
Estaba en el mismo lugar: sobre el banquito de madera, justo frente a la puerta. Igual de negra. Igual de muda.
Mamá la vio primero.
—¿Estás comprando ositos por internet y no me has dicho nada?
—No, mamá. No estoy comprando nada.
Abrí la caja con más cuidado que ayer. Dentro, otro osito. Este era blanco, con una bufandita azul y una nota… igual de vacía.
Llamé a Naim al instante.
—Otra —dije, sin siquiera saludar.
—Estoy en camino.
La tercera llegó el sábado. La encontró papá cuando llegó del trabajo.
—¿Quién deja cosas sin firmar? Esto no me gusta, Sofía.
Yo tampoco podía ocultarlo más.
Ese mismo día fuimos a la policía.
Nos tomaron la denuncia. Revisaron las cajas. Fotografías. Todo. Pero las respuestas fueron las mismas de siempre:
—Sin pruebas, sin remitente, sin amenaza explícita… no podemos hacer mucho.
Pero yo sí sentía la amenaza. Cada día, más cerca. Más real.
Domingo.
El timbre sonó a las 9:00 a. m. Justo cuando empezábamos a desayunar.
Yo ya sabía lo que era.
La caja negra número cuatro.
Esta vez, el osito era rojo. Más pequeño que los anteriores. Sin bufanda. Sin moño. Solo la nota pegada en la espalda, vacía como las anteriores.
No dije nada. No quise preocupar más a mis padres.
Solo le escribí a Naim: "Sigue llegando. No sé qué quiere."
Él respondió al segundo:
"No importa lo que quiera. No va a tocarte."
Lunes.
Quinta caja.
La encontré al volver de clases. Magalis estaba conmigo.
—Sofi… esto ya no es casual. Esto es un juego enfermo. Y tú estás en el centro.
La abrí. Otro osito. Negro. Con un corazón blanco en el pecho.
La nota decía algo, al fin.
Una sola palabra:
"Pronto."
Hasta ese día, las notas habían estado vacías.
Hasta ese día, el silencio había sido su lenguaje.
Ahora hablaba.
Y lo que decía… helaba más que el mutismo.
Naim llegó en la tarde. Se sentó a mi lado. Vio la palabra escrita. No dijo nada. Solo me tomó la mano.
—¿Sabes qué vamos a hacer? —preguntó con la voz baja.
Negué.
—Vamos a vivir. Aunque él mire. Aunque amenace. Aunque esté enfermo.
Vamos a vivir. Porque eso lo mata más que cualquier otra cosa.
Lo abracé.
Y en ese abrazo entendí algo:
el miedo no siempre desaparece.
A veces, solo aprendemos a cargarlo sin que nos aplaste.