Subí el volumen de la canción y miré hacia la ventana con los audífonos puestos. Era apenas la primera clase y yo ya quería irme a casa. Me encontraba sentado en mi lugar de siempre, aburrido como todos los días, esperando a que el profesor de matemáticas llegara e impartiera su materia.
Hacía poco más de una semana que habían iniciado las clases de último año en el bachillerato y los días se volvían cada vez más tediosos para mí. Todo se estaba convirtiendo en rutina y si había algo que yo detestaba, era eso precisamente: las rutinas. Despertar, desayunar, venir a clase, regresar a casa y dormir.
Todo tan monótono… Me hastiaba la falta de cosas nuevas en mi vida. Lo único que llamaba mi atención eran los deportes, cosa que no podía disfrutar. Con trabajo había logrado aprender cómo andar sin renguear, así que correr para mí se había convertido en algo imposible de hacer. De saltar mejor ni hablar.
Guardé mis auriculares y me enderecé con rapidez cuando el señor Martin entró al aula y todos se apresuraron a ocupar sus lugares. Él era un profesor muy estricto, sin embargo a mí nunca me había castigado o sermoneado como solía hacer con los demás. Suponía que ser “el niño con cáncer” tenía sus ventajas después de todo.
—Por favor alumnos, tomen asiento y abran su libro en el capítulo dos. Yo los iré llamando por orden de lista para que pasen a entregar su tarea —informó una vez que se sentó tras el escritorio. Nunca perdía el tiempo. Con él era llegar e iniciar la clase.
Soltando un suspiro resignado, tomé mi mochila y saqué el material que pidió. Me encontraba hojeando el libro, cuando la puerta se abrió y una voz femenina llenó el espacio.
—¿Profesor Martin? Disculpe la interrupción. Soy Samantha Wang, la nueva alumna. Me dijeron que...
—Sí, sí, adelante señorita Wang —la interrumpió él con un ademán de su mano—. Y por favor trate de ser más puntual, no tolero los retrasos. Lo dejaré pasar esta vez solo por ser su primer día. Busque un lugar vacío y tome asiento. Al finalizar la clase pídale a algún compañero que la ponga al día con los trabajos.
La dueña de la voz, antes escondida tras la puerta abierta, se adentró en el aula y mi mirada la estudió con curiosidad. Era una chica alta y muy delgada, con ojos rasgados y una pequeña sonrisa decoraba su rostro. No solo sus labios sonreían, sino que sus ojos también parecían hacerlo. Su cabello era largo hasta la cintura y casi tan negro como sus ojos.
La chica caminó directo hacia mí y, cuando notó mi mirada sobre ella, me sonrió amistosa. Parecía bastante amable, así que le devolví el gesto justo antes de que girara para sentarse en el lugar frente a mí.
Esa sonrisa que me había mostrado fue tan sincera, tan libre de coqueteos, que captó mi total atención por un segundo completo. Me pregunté si sería tan amigable como parecía ser. Me acerqué a su espalda sin que el maestro me viera y toqué su hombro. Ella giró su cabeza solo un poco para verme por la esquina de su ojo y el aroma de su champú inundó mis fosas nasales.
—Hola —saludé.
—Hola.
—Soy Dean, bienvenida.
—Gracias. Soy Sam.
Estiró su mano por encima de su hombro y yo la estreché con gusto.
—Mucho gusto, Sam —dije viendo sus ojos brillantes.
Quise decir algo más, algo inteligente, pero entonces el profesor empezó a llamar a los alumnos y a escanear el aula para asegurarse de que hacíamos lo que había pedido.
Ella se volvió de nuevo sobre su lugar y, por alguna extraña razón, no logré concentrarme en el tema del libro. Solo pensaba en esa sonrisa libre de coqueteos, tan genuina, en su voz amable y en lo agradable que parecía ser. Traté de leer las palabras impresas en el libro frente a mí, pero de tanto en tanto mi mirada se desviaba y me encontré observando un delgado y níveo cuello envuelto con largo cabello negro la mayor parte de la clase.
—Hola —dije justo al lado del oído de Sam en un intento por hacerme oír sobre el ruido que el mar de personas a mi alrededor hacía. La había vislumbrado entre la multitud a varios metros de donde me encontraba y, sin pensarlo dos veces, fui en su búsqueda.
Ella giró su rostro hacia mí cuando tomé su codo con delicadeza, con los ojos bien abiertos, y entonces volvió a sonreírme cuando se dio cuenta de que era yo quien la llamaba.
Algunos chicos me saludaban mientras caminaba a su lado y yo los imitaba inclinando la cabeza en un gesto educado sin dejar de seguir su paso.
—Hey, hola. ¿Dean, verdad?
—Así es —dije haciendo una mueca casi imperceptible. No estaba muy acostumbrado a hacer ejercicio y mi cuerpo protestaba cuando lo forzaba un poco más de lo normal, aunque fuera una simple caminata rápida.
Seguí viendo esos ojos negros que me miraban en espera de que dijera algo, pero me quedé mudo. Ahora que la había alcanzado me di cuenta de que no tenía ningún plan. Mi objetivo había sido alcanzarla y después... nada en concreto. Ella elevó sus cejas, expectante, pero nada venía a mi mente.
—Yo... tengo que irme —indicó tratando de soltarse de mi agarre.
Ni siquiera me había dado cuenta de que aún sostenía su brazo. Sentí que mi rostro enrojecía y la solté como si quemara.