Vendida

CAPÍTULO 1: El precio no determina tu valor

Cuando empezó esta historia solo había tenido un arma en mis manos: el lápiz labial.

Mujercitas, la casa de vendidas donde crecí, podría confundirse con un orfanato exclusivo para candidatas de concursos de bellezas, de donde solo se sale si consigues patrocinador. Sin embargo, se trataba de una mansión llena de preparadoras sin nombres, con manos poderosas para trenzarte el cabello hasta que el cuero cabelludo te amenazara con sangrar y las lágrimas se te escaparan de los ojos. Sus tirones eran tan bruscos que una vez llegué a preguntar si la utilidad de las trenzas era dislocarnos el cuello, a lo que una preparadora respondió:

«La utilidad de la trenza es que te acostumbres a que te halen del cabello. Solo por si acaso».

Desde entonces, no hice más preguntas.

Una semana antes de mi cumpleaños número dieciocho, me permitieron ir al mercado para presenciar la compra de mis hermanas mayores. Ese día dejé que la preparadora me peinara con maldad, soporté cada tirón, como si mi cuello fuese de una cerámica que mantenía firme mi cabeza. No me resistí, no me quejé, casi podría decirse que contuve la respiración hasta que la última hebra de mi cabello se sometió a la elegancia del moño lleno de flores que ahora adornaba mi cabeza.

—Ya estás —dijo la preparadora con una palmada en mi hombro para levantarme y abrir espacio a Lyra, la siguiente aprendiz de vendida en la fila.

La miré mientras tejían los rizos dorados de su cabello en una gruesa, larga y majestuosa trenza. Si yo había aceptado el dolor del proceso como una guerrera, ella lo hacía como una dama. Su mentón en alto, sus manos de piel sonrosada cruzadas con elegancia sobre su regazo, sus ojos ambarinos enfocados en un punto fijo, demostrando orgullo y reverencia.

Lyra era la apuesta segura de Agartha, la vendedora. Cuando una de nosotras no le inspiraba la suficiente confianza, terminaba por desechar la idea de que seríamos adquiridas por nuestros encantos y comenzaba a trabajarnos en otras áreas. A algunas les enseñaba de cocina, cuidado del hogar, agricultura, trabajos pesados; a otras las instruía en artes como el baile, el canto o el manejo de distintos instrumentos. Aquello lo hacía con la intención de pescar algún músico o al dueño de una taberna. Y luego estaba Lyra, el tesoro que embellecían hasta las uñas de los pies a diario, que no dejaban ensuciarse ni ponían en situaciones que pudiesen estropear su físico; porque con seguridad sería una de las vendidas que pondría a los hombres a pujar en una subasta.

En mi caso, yo no era ni muy agraciada ni un espanto. Las preparadoras pocas veces usaban un adjetivo agradable para describirme debido a que no estaba dentro del estereotipo de belleza de la capital: cabellos claros, ojos verdosos o de color miel, y la piel de las hojas del otoño. Yo no tenía ni gracia ni color: era pálida, sin pigmento en los iris, como si mis ojos fueran del color del hierro fundido o de la niebla espesa de una mañana monótona, y mi cabello era tan negro que ni la luz del sol lograba sacarle un matiz distinto. Por ello decidieron no esforzarse mucho conmigo y prefirieron darme una oportunidad que a pocas le permitían: el conocimiento.

Durante mi vida, se pretendió que yo aprendiera de todo. Para ello, me sumergieron en clases intensivas y en más libros que a cualquier otra vendida: arte, historia, política y astrología, lo que sea que se pudiese aprender sin prohibición de la ley. Porque de mí se esperaba que fuese apenas una acompañante: una mujer que se compra no por su atractivo físico, sino por el intelectual: las típicas vendidas compradas por pensadores, filósofos y esos raritos que buscan plática y no sexo. Y, si eso fallaba, siempre podría convertirme en una efectiva preparadora.

—Ya estás —le dijo la preparadora a Lyra—. ¿Qué miras, Aquía? ¡Ve saliendo!

Sin protestar, hice lo que me ordenaba.

Las vendidas de Mujercitas nos reunimos en el mercado esa tarde. Nuestro puesto no era el más prestigioso, pero la aglomeración era un factor común. Los hombres se amontonaban alrededor de las mujeres ofertadas como si fuesen un costal de comida con el que alimentar a sus familias por un mes. De alguna forma, se suponía que nosotras teníamos que entenderlos y sentir empatía por ellos. Estaban necesitados, escasos de placer. Se casaban con mujeres nobles y tenían derecho a intimar solo con el propósito de procrear. Si el marido era de ascendencia humilde —sin condecoraciones, sin rangos, sin pertenecer a la nobleza—, bajaba de inmediato el estatus de la noble con la que se casara y, por ello, si de su unión surgía el nacimiento de una niña, el propósito de esta sería el mismo que el de nosotras.

Eso era lo que nos contaban para hacernos sentir lástima por la situación de los hombres que, a menos que quisieran una familia llena de veinte varones correteando por todas partes, —suponiendo que su mujer soportara tantos embarazos—, no podrían acostarse con sus mujeres salvo en limitadas ocasiones. Para ello veníamos nosotras al mundo, para salvarlos de la miseria de una vida con el yugo de la abstinencia, para suplir sus necesidades básicas, para ser «suyas».

Algunos ni siquiera podían comprarse un par de botas, pero primero descalzos que sin tener con quién jugar.

Me quedé de pie junto a Lyra y contemplé a las chicas que sí estaban en venta, sentadas en tronos de mimbre tejidos con hojas, ramas y pétalos de los campos de Hydra. Cada jovencita estaba en su mejor estado, aunque algunas se veían más arregladas que otras. Las más agraciadas iban en el medio, y el resto se perdía hacia los lados y en las filas traseras. Lo único que tenían en común era el distintivo pegado al pecho con su nombre y su cotización.

Los precios iban desde las ochocientas a las tres mil coronas, aunque las más baratas solían ser regateadas y se las llevaban a cuidar niños y lavar baños por menos de trescientos cincuenta.



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Editado: 02.12.2022

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