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Para Teresa y sus gustos la suerte sonreía aquella mañana. No todos los días abrían un serpentario frente a la más grande admiradora de los reptiles que pueda haber en todo Morelos. A sus trece años ella ya pertenecía a seis diferentes grupos de activistas pro derechos de las especies en peligro de extinción, siendo su más grande pasión cualquier cosa que tuviera que ver con serpientes.
Ella estaba de acuerdo con el resto de la humanidad en que las serpientes y las chicas no eran exactamente las mejores amigas (de hecho, estaba consciente de que incluso en la Biblia son las más íntimas enemigas), pero había algo en la forma en que se arrastran y se mueven que le era extrañamente llamativo, sin mencionar que dentro de las especies que había que proteger del deterioro de la mano del hombre, la gente siempre se preocupaba por las ballenas, los pingüinos, las tortugas y los elefantes, o por los tigres, los leones, los rinocerontes o los pandas. Nadie nunca se fijaba en las serpientes.
Era por eso que, decidida a hacer algo por ellas, había creado en las redes sociales su grupo “pro activistas defensores de las serpientes” grupo que, para su pesar, no era más popular que la misma gracia y virtud de los viperinos para el resto de las chicas que conocía.
Para ella, el serpentario no solamente era una de las atracciones más interesantes que había visto en su vida, sino la oportunidad de hacer consciencia sobre la importancia de preservar a estos animales.
Esa mañana desayunó rápidamente, se cambió, tomó el dinero de su alcancía metálica y contó las monedas. Había estado ahorrando para comprar una serpiente propia, pero ante la negativa de sus padres a esto, había tenido que olvidarse de la idea.
–No quiero más animales en esta casa– dijo la abuela –Y menos si se trata de algún animalejo peligroso.
–La serpiente rey no es venenosa, mamá– le reprochó.
–No me interesa. Nada de reptiles en esta casa. Suficiente tenemos con las cuijas de las paredes.
Esta había sido la sentencia final. Claro que nada le impedía ir a visitar el serpentario, y echar algunos grillos a las serpientes de ahí.
Cruzó la calle con impaciencia, y saludó al encargado que leía un periódico, sentado en una silla junto a la puerta de la entrada.
–¿Cuánto cobra la entrada?– preguntó sonriendo.
–Quince pesos– respondió el del periódico, sin prestarle atención y le señaló un frasco abierto sin siquiera voltear a verla.
La chica arrojó las monedas al frasco y se adentró en el local sin ventanas.
Lo primero que le sorprendió fue el fuerte calor que hacía adentro, así como el olor a tierra y a humedad. Adentro estaba muy oscuro, salvo por las luces calentadoras que se encontraban en cada cristal de la exhibición.
Emocionada, se asomó en la primera ventana, descubriendo una enorme serpiente verde grisácea con escamas tan gruesas que parecían piedras.
–Cobra real– leyó –Una de las especies más venenosas del mundo. Algunas pueden alcanzar los 5 metros de largo.
Los fríos ojos del reptil contemplaron la cara en la ventana un momento, y la serpiente se dio la vuelta, sin interés alguno en su visitante. Teresa se pasó a la siguiente vitrina. Esta contenía una serpiente también muy grande y enroscada en un tronco inclinado. Su cuerpo tenía franjas negras y estaba abultado, y la chica sonrió al ver su cabeza redonda y ojos redondos y casi totalmente negros.
–Pitón Bola– leyó nuevamente –Esta especie no es venenosa y puede alcanzar el metro y medio de largo. Se le puso ese nombre porque al sentirse amenazada, puede enrollarse y protegerse tomando una forma redonda.
Sus ojos pasaron de un cristal al otro, para descubrir una serpiente un poco más pequeña, de color amarillo casi dorado. La chica casi ríe al verla.
–Serpiente de maíz– decía la tarjeta –Una de las especies más comunes de serpientes domésticas.
Una de estas había sido la opción de Teresa después de la serpiente rey de California. Lamentablemente, no podría tener ni una ni otra.
Así siguió, observando y contemplando reptiles y serpientes de todos los colores y tamaños. Estaba asombrada por la diversidad de estos animales. ¡Todas tan diferentes, y al mismo tiempo todas escamosas, alargadas, sin patas y sin más de 4 dientes! ¡Y a su manera, cada una tan hermosa!
Cuando llegó a la penúltima vitrina, se quedó boquiabierta. El último hábitat estaba vacío. Se trataba de un escenario de tierra con una planta en el centro y una tina de agua en la orilla, pero no había ninguna serpiente.
–Krait común (Bungarus Caeruleus)– leyó en la descripción –Su veneno es 15 veces más letal que el de las cobras.
¿Dónde estaba esa serpiente? Se acercó con cuidado, para observar mejor el entorno. Quizás estaba escondida entre las ramas de la planta, quizás era muy pequeña para verla. ¡No! Ahí no había ninguna serpiente.
“Pero eso no significa que se haya escapado“ pensó. “probablemente aún están esperando que llegue al serpentario. Probablemente la encargaron y llegará mañana, o pasado mañana”.
–Esta especie puede llegar a los 90 centímetros de largo. La que está en esta vitrina es un ejemplar hembra– continuó leyendo.