El burdel del viejo oeste, conocido como el "Loto Rojo", se erguía en medio del polvoriento pueblo, sus luces parpadeantes eran como faros de esperanza para los forasteros sedientos de compañía. En su interior, las risas y murmullos de las mujeres llenaban el aire, mientras el humo de los cigarros se mezclaba con el perfume dulce cargado de alcohol.
Helen y Alice, dos mujeres con historias entrelazadas por el destino, habían forjado una amistad en aquellas paredes cargadas de secretos. Helen, de larga cabellera azabache y ojos profundos, había caído rendida ante los encantos de un forastero llamado William. Cada encuentro con él era una tormenta de pasión que dejaba a Helen anhelando más.
William, un hombre de mandíbula marcada y ojos que ocultaban innumerables misterios, tenía un modo de poseer a Helen que la dejaba sin aliento. Su cuerpo, esculpido como si el mismo viento del desierto lo hubiera moldeado, desencadenaba en ella una cascada de sensaciones. Sus piernas torneadas y su pecho musculoso eran la encarnación de la virilidad.
Mientras Helen compartía sus secretos con Alice, esta no podía evitar sentir la creciente obsesión por aquel hombre que parecía haber capturado el corazón de su amiga. Una noche, la tentación fue demasiado fuerte y, escondida tras una grieta en la pared, Alice observó a William en paños menores. Su cuerpo, una sinfonía de líneas y músculos, avivó la llama de su deseo.
El acto que presenció fue un torbellino de pasión desbordada, una danza de cuerpos que parecían destinados el uno al otro. Aquella visión fue la gota que colmó el vaso de la decisión de Alice: quería estar con él, aunque pusiera en peligro su amistad con Helen.
Cuando William llegó al burdel la noche siguiente, Alice no perdió el tiempo. Lo sedujo con coqueteos y risas, y él cedió a sus encantos.
Helen, ataviada con su vestido más seductor y los ojos brillantes de anticipación, se preparaba para el encuentro con William. Sin embargo, al abrir la puerta de su habitación, quedó paralizada por la visión que se le presentó: William y Alice, la amiga en la que confiaba ciegamente, se disponían a pasar la noche juntos. Un nudo de incredulidad se apretó en su garganta, dejándola sin aliento.
La sorpresa se entrelazó con la traición, convirtiéndose en una amalgama de sentimientos difíciles de procesar. Aquella amistad que creía inquebrantable se desmoronaba ante sus ojos, como un castillo de naipes en medio de un vendaval. Vio cómo Alice robaba la presencia del hombre que amaba luego de haberle confiado todos sus secretos más íntimos.
Una ola de desesperación la invadió, haciendo que sus ojos se llenaran de lágrimas. La impotencia la envolvió, sabiendo que enfrentar a Alice en ese momento solo la humillaría frente a William y al resto del burdel. Por ello, optó por retirarse a su habitación, donde el silencio era testigo de su dolor. Se dejó caer en la cama, sintiendo el peso de la decepción en cada rincón de su ser, mientras las lágrimas caían como torrentes, llenando la habitación con su lamento silencioso. Era una sinfonía de desesperación, un eco de un corazón roto en el desierto árido de su alma.
Al alba siguiente, decidida y con el corazón aún herido, Helen enfrentó a Alice. La habitación resonaba con la tensión acumulada, un silencio cargado de reproches. Las palabras, afiladas como cuchillos, cortaban el aire. Helen reclamó la traición, los sentimientos pisoteados, pero la respuesta de Alice fue un muro de indiferencia.
"Él es solo un cliente, sin compromisos ni ataduras", espetó Alice, con voz fría como el acero. Aquellas palabras resonaron en la habitación, un eco desgarrador de la realidad que Helen se negaba a aceptar. El amor, que ardía como una llama en su pecho, se convirtió en un fútil intento de sostenerse en la gélida explicación de su amiga.
Helen se enfrentó al cruel espejo de la verdad: Alice nunca había sido su amiga realmente. No entendía el peso de los sentimientos, ni valoraba la profundidad de un corazón enamorado. La furia, un torrente de emociones indomables, la llevó a lanzarse hacia Alice, los puños convertidos en el lamento de su dolor.
La habitación se convirtió en un campo de batalla, mujeres del burdel luchando por separarlas. El sonido de la lucha resonaba en las paredes, un eco de la guerra de dos almas quebrantadas. El polvo se elevó en la contienda, mientras el corazón de Helen latía al ritmo desbocado de su rabia y desilusión. Fue una pelea que marcó la frontera de una amistad quebrada, un grito desesperado de dos mujeres que habían compartido más que risas y confidencias, pero que ahora eran enemigas en un campo de batalla donde no había ganadores.
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Unos días más tarde, cuando parecía que Alice había dejado atrás lo sucedido, un forastero de fama ominosa llegó al burdel. El hombre se aposentó en una mesa, rodeado por las chicas que lo colmaban de adulaciones y caricias, como pétalos que caen ante un rey. Helen, con ojos agudos y manos diestras, detectó algo que no escapó a su mirada: un collar de perlas, una joya de valor incalculable, oculta entre los pliegues de la ropa del forastero.
En un momento de distracción, con habilidad y sin levantar sospechas, Helen logró arrebatar el collar, con la destreza de quien conoce cada sombra del escenario.
La travesura de Helen no se detuvo ahí. Al observar a Alice, no pasó desapercibido su anhelo de ser la elegida del forastero aquella noche. La oportunidad para la venganza surgió como un eco siniestro en la mente de Helen. Y así, como el destino tejía sus hilos, fue Alice quien finalmente guió al forastero a su habitación, seducida por la promesa de riquezas que el hombre ofrecía a quien pudiera satisfacerlo esa noche. La puerta se cerró tras ellos, dejando en el aire un velo de misterio y deseo, y el burdel quedó sumido en el susurro inquieto de las sombras.
Al día siguiente, cuando el forastero despertó, comenzó a vestirse con la confianza de quien cree haber asegurado su botín. Pero al alcanzar sus bolsillos, la sombra de la incredulidad se posó en su rostro. El collar de perlas, aquella joya de inmenso valor, había desaparecido. Una furia indómita se apoderó de él, transformando su semblante en una máscara de malicia que empañaba la habitación.