Ya estábamos en la última etapa de nuestro viaje. Al poco tiempo de separarnos de aquella peculiar tribu, llegamos a Constantinopla. Aquella ciudad era la mayor mezcla de culturas que jamás había visto en mi vida, se escuchaba una hermosa sinfonía de diferentes idiomas y, mirases donde mirases, te encontrabas con personas drásticamente diferentes. Era una ciudad animada todo el día y en la que Taro y sus hombres hicieron mucho dinero. Allí me presentó a un comerciante europeo que me llevó hasta el que en mi ausencia se había convertido en el principado de Transilvania. En ese viaje me pusieron al día de muchas cosas que había pasado mientras no estaba ya que en pocos años, las cosas no estaban igual que cuando me marché.
Pensaba que aquel hombre me llevaría hasta el condado Blaire, pero no fue así.
—Sé que me han pagado mucho dinero para llevarla, señorita —dijo mientras detenía el carruaje en una posada al lado del camino—, pero ni todo el dinero del mundo vale sufrir la maldición de Mihael Blaire.
—¿Maldición? —Estaba alucinando.
—Sí, señorita. ¿No lo sabía? Debería saber estas cosas si sigue con la intención de querer entrar en esas tierras malditas. Hace unos años se atacó el castillo de la familia y todos los que vivían allí, acabaron muertos. Se dice que, desde entonces, el espíritu del cabeza de familia, Mihael Blaire, maldice con la muerte a cualquiera que ose entrar en las tierras de su familia.
Me quedé sorprendida con lo que me estaba contando aquel hombre al que se le había empalidecido la piel. No hacía tantos años, ni siquiera para un humano desde el ataque a la casa Blaire y ya había leyendas terribles sobre lo que había pasado allí. Si todo el mundo se había creído esas habladurías, nadie se acercaría al condado Blaire y mucho menos al castillo. Pero no iba a dejar que las supersticiones me impidieran llegar a mi destino. Tras agradecerle al comerciante por haberme acercado, busqué a alguien que tuviera un carruaje y un caballo que estuviera dispuesto a venderme ya que, visto lo visto, iba a tener que tomar yo las riendas del final del trayecto.
Por suerte, en esa misma posada encontré a un granjero que accedió a venderme su carruaje y una mula a cambio de unas pocas joyas. Así que, con la ayuda del hombre, subí mis baúles al carruaje y di a las riendas para que el caballo empezara a galopar. Tardé un par de días en llegar. Durante los días me refugiaba donde podía antes de continuar con el recorrido una vez se hacía visible la luna. Recorrí las montañas hasta que finalmente lo vi. La orgullosa montaña sobre la que estaba erigido el castillo Blaire. Subí la montaña con el carruaje y lo que encontré al llegar a la cima fue desolador: las ruinas de lo que antes había sido mi hogar. Solo quedaban los restos parcialmente reconocibles de la torre principal del edificio, el resto había quedado reducido a un montón de piedras ruinosas. Cuando salí corriendo del castillo hacía más de diez años no tuve tiempo para ver las condiciones en las que había quedado mi hogar. Aquella vista era desoladora. Aquel edificio destrozado era lo único que quedaba de la familia Blaire.
O eso pensaba. En ese momento me vino a la mente la posibilidad de que quizás quedaba algo más. Eché a correr, junto a un candil y empecé a quitar piedras de las ruinas de la torre. Quizás el castillo había caído, pero quedaba la esperanza de que algo siguiera en pie. Y lo encontré tras dejarme las manos moviendo piedras durante varias noches: la entrada a la Sala del Conocimiento seguía intacta bajo los escombros.
Me adentré en el pasillo y vi como, tras la puerta destrozada por el butacón, estaba aquel habitáculo que seguía en perfectas condiciones. A pesar de ver que todo había permanecido protegido durante una década y que si se quedaban ahí no les pasaría nada, yo no podía dejar las reliquias y el tesoro de la familia ahí abandonados. El carruaje no podía con tantas cosas, así que tuve que elegir aquello que debía salvar a toda costa así que me llevé lo que consideraba de más valor: el codex de la familia, el árbol genealógico, mi antiguo uniforme, la moneda de Mihael y el collar de Ada —sabía que él quería que se conservara—, varios libros de Inmortales Ejemplares y parte del tesoro de la familia que también estaba allí guardado con el que poder sobrevivir. Hice varios viajes cargando el carro hasta que vi que era suficiente. Volví a cerrar la entrada a aquel refugio con las mismas piedras que lo habían protegido tanto tiempo, esperando que las supersticiones y aquella protección fueran suficientes para mantener alejados a posibles ladrones.
Antes de marcharme, cogí una de las piedras de las ruinas y la llevé a los terrenos detrás del castillo, donde seguía el terreno en el que había entrenado con los caballos cuando era más pequeña. Allí, bajo un árbol, clavé la piedra y me arrodillé delante.
—No sé si esto servirá para algo, pero bueno. —Suspiré—. Espero que con esto descanses en paz, mi conde. Solo quería que supieras que estoy bien, he viajado y he conocido a gente maravillosa que me ha tratado muy bien. Pero, a pesar de lo que pasó la última vez que nos vimos, le echo mucho de menos y ojalá las cosas no hubieran acabado de esta manera. Pero no se preocupe por mí, sabe que soy una testadura muy dura de roer. Así que quédese tranquilo mi conde, todo irá bien. Sit tibi terra levis, Mihael.
Las tumbas son un consuelo para los vivos, no para los muertos. Y, en ese momento, hablar con esa tumba improvisada pensando que Mihael me escuchaba, fue un consuelo para mí. Como cerrar un círculo que las circunstancias no me habían dejado cerrar. Y en recuerdo a Mihael, esa tumba sigue a día de hoy en los jardines del palacio.
Una vez sentía que al fin, después de una década, me había podido despedir de él, me levanté y volví al carruaje para bajar la montaña de nuevo y emprender el viaje hacia un nuevo destino, junto a los míos.