Las carrozas se acercaban en fila, los cascos de los caballos resonando con un ritmo solemne. La fachada de la casa de Lady Penélope destacaba bajo la luz trémula de los candelabros dorados y de los faroles que flanqueaban los portones de hierro forjado. El aroma de flores frescas se mezclaba con el aire nocturno, donde los ecos de las conversaciones de la alta sociedad flotaban como una melodía constante.
En el interior de la residencia, Lady Penélope observaba atentamente los últimos preparativos. El salón de baile brillaba con la luz de las arañas de cristal, que se reflejaba en las superficies pulidas de las columnas de mármol. Criados se movían con una eficiencia discreta, ajustando las mesas ricamente adornadas con arreglos florales y el brillo de las copas de cristal.
Clara verificaba que todo estuviera en orden, los ojos atentos a cada detalle.
— Mi querida — bromeó Lady Penélope, en un tono medio divertido, medio orgulloso — si eres más rigurosa con los detalles, tendré que nombrarte ama de llaves de mi casa.
Clara se detuvo, sorprendida, las manos temblando levemente antes de esconder rápidamente el nerviosismo con una sonrisa tímida.
— Solo quiero que todo salga bien.
Con un suspiro contenido, Lady Penélope lanzó una mirada a la escalera que conducía a los aposentos de Lilian. Sabía, en lo más profundo, que ni siquiera el esplendor del baile sería capaz de liberarla del peso de la decisión de su padre.
— Va a necesitar todo nuestro apoyo esta noche — murmuró, pensativa.
Su hermano había llegado a Londres esa tarde y ya se encontraba debidamente instalado. Aprovechando la ocasión en que él fue a saludarla en el despacho, ella no dudó en relatarle los sucesos de la última semana — en especial el comportamiento de Whitaker en el jardín.
Sentado en un sillón de cuero oscuro, el Duque la escuchó imperturbable, con una copa de vino en la mano, los dedos tamborileando levemente sobre el borde del vaso.
— Penélope, querida — comenzó él, con un tono paciente — las mujeres, a veces, tienden a dramatizar pequeñas situaciones. Tengo plena confianza en Lord Sebastian. Es un hombre de estatus, influyente, y su unión con Lilian solo traerá beneficios.
Ella lo miró a los ojos, y sintió cómo la furia crecía dentro de sí — su hermano podía ser realmente ciego cuando quería.
— ¿Beneficios para quién? ¿Para Lilian o para ti?
El Duque se rió, como si la acusación fuera absurda.
— Para nuestra familia, evidentemente. Tiene contactos valiosos en la corte, influencia comercial y un nombre respetable.
— Su influencia importa poco si no respeta a Lilian — dijo ella, con voz firme. — Y deberías prestar más atención a la forma en que la trata. Estoy intentando decirte que la intimidó en el jardín. ¿Qué más necesitas para entender que este compromiso no puede continuar?
El Duque dio un sorbo de vino, la paciencia al límite.
— Mi hija no es una niña, Penélope. Necesita aprender que los matrimonios no se basan en sueños románticos, sino en alianzas.
Lady Penélope lo miró, frustrada.
— ¿Y si Lilian no lo quiere? ¿Vas a obligarla a un matrimonio infeliz solo para satisfacer tu orgullo?
El Duque colocó la copa sobre la mesa con un golpe seco.
— Soy su padre, Penélope. Sé lo que es mejor para ella.
— ¿Mejor para ella? — Lady Penélope se levantó del sillón frente a su hermano, cruzando los brazos con indignación. — ¿O mejor para ti?
El Duque intentó mantenerse impasible, pero una sombra de irritación cruzó su rostro.
— No voy a discutir esto contigo, Penélope. La decisión está tomada. Lilian se casará con Whitaker y punto final.
La rabia le hervía en el pecho, a punto de estallar, pero la contuvo con un esfuerzo que casi le dolió los dientes. Sabía que si dejaba que la ira se desbordara, su hermano no la escucharía — lo descartaría todo como otro capricho femenino. Pero eso no significaba que aceptaría quedarse de brazos cruzados. Si él era capaz de sacrificar a su propia hija por sus ambiciones, entonces le correspondía a ella asegurarse de que Lilian no pagaría ese precio. El compromiso sería roto, aceptara el Duque o no.
Enderezó los hombros, lanzándole una mirada desafiante.
— Puedes negarte a ver lo que tienes delante, pero yo no me quedaré de brazos cruzados. Lilian no será prisionera de un destino que no eligió.
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta abruptamente, el vestido rozando el suelo con firmeza mientras sus pasos decididos resonaban en el pasillo, una promesa silenciosa de que actuaría, con o sin su aprobación.
La habitación de Lilian estaba envuelta en una penumbra melancólica, donde las velas titilantes competían débilmente con la luz fría de la luna que entraba por las ventanas. La brisa nocturna agitaba suavemente las cortinas.
Clara trabajaba en silencio, ajustando los bordados de la máscara de Lilian. El terciopelo negro enmarcaba sus ojos, adornado con finos bordados plateados que recordaban las velas a la luz de la luna. El vestido, de un azul profundo como el océano, ceñía su cintura antes de abrirse en capas suaves, evocando las olas. Delicadas perlas decoraban el corpiño.
Ella se observó en el espejo, el reflejo devolviéndole la imagen de una mujer que parecía otra. La máscara ocultaba parte de su expresión, ofreciéndole un anonimato que, por una noche, parecía una inesperada vía de escape.
— Perfecto — murmuró Clara, ajustando un último detalle.
Lilian sonrió como respuesta, sin saber con certeza si era por el vestido o por el disfraz. Deslizó los dedos por la mesa, deteniéndose ante un pequeño frasco de perfume. Lo destapó mecánicamente e inhaló el aroma familiar del jazmín, pero esta vez no encontró consuelo.
Clara, sintiendo la tensión de su amiga, rompió el silencio.
— La máscara te queda perfecta, Lilian. Todos quedarán deslumbrados al verte.
Lilian soltó una risa sin humor.
— Que todos queden deslumbrados... después de todo, para eso sirve todo esto, ¿no?
Clara dudó, mordiéndose el labio antes de responder.
— No tienes que verlo así, Lilian. Nadie puede encerrarte, a menos que tú lo permitas.
Lilian volvió a mirar el espejo. El terciopelo negro de la máscara hacía resaltar sus ojos, y el cabello había sido recogido en un peinado elaborado, con pequeñas perlas entrelazadas en los mechones oscuros. Pero nada de eso importaba. Porque, en el fondo, no era su apariencia lo que la preocupaba. Era lo que ocurriría cuando bajara esas escaleras — las miradas expectantes, los susurros, el baile forzado con un hombre al que despreciaba.
— Si realmente pudiera elegir… — murmuró, casi para sí.
Clara se acercó y le apretó la mano con suavidad.
— Tal vez puedas.
Lilian apartó la vista del espejo y encontró los ojos de Clara, reconociendo en ellos una chispa de esperanza en la que deseaba creer desesperadamente.