El aroma de carne asada se mezclaba con el perfume del vino encorpado que reposaba en copas de cristal sobre la mesa de caoba. La luz del inicio de la tarde entraba por las amplias ventanas de la residencia de Damien, calentando el ambiente. A pesar del escenario confortable, Gabriel no conseguía relajarse.
Sentado a la mesa, giraba la copa entre los dedos, la mirada perdida en el líquido color rubí.
—¿Qué te pasa, Sinclair? —comentó Damien—. Aún no has tocado la comida y ya llevas sentado ahí el tiempo suficiente para que se enfríe.
Gabriel alzó los ojos y encontró la mirada atenta de su amigo, que, recostado en la silla, disfrutaba de la comida con su habitual despreocupación.
—Estaba pensando.
Damien arqueó una ceja y cortó otra rebanada de carne con precisión.
—Eso siempre es peligroso.
Gabriel le lanzó una mirada, pero no pudo evitar una leve sonrisa.
—Voy a pedirle matrimonio.
El cuchillo de Damien se detuvo a medio corte. Alzó la mirada lentamente, evaluando a su amigo con una mezcla de sorpresa y escepticismo.
—Bueno... eso es directo. —Se limpió los labios con la servilleta y se recostó ligeramente—. ¿Crees que ya la has conquistado?
—Ella siente algo por mí —respondió Gabriel, con voz firme—. Lo sé.
Damien negó con la cabeza lentamente, pensativo.
—Humm... ¿Y el resto?
—¿El resto?
—El padre, la sociedad, la sombra de Whitaker...
—Un problema a la vez —dijo Gabriel, encogiéndose de hombros.
Damien se inclinó un poco hacia adelante.
—Muy bien. ¿Y Dorian? ¿Te ha dado alguna novedad?
Gabriel dejó la copa sobre la mesa, la mirada tornándose más sombría.
—Está siguiendo una pista. Una de las rutas comerciales que controla Whitaker tiene vínculos con barcos sin registro claro. Dorian descubrió indicios de tráfico humano —aún no es oficial, pero hay demasiadas coincidencias como para ignorarlo.
Damien entrelazó los dedos sobre la mesa.
—Eso es grave. Pero ¿es suficiente para derribarlo?
—Todavía no. —Gabriel se pasó la mano por la barbilla, pensativo—. Pero si logramos vincular esos barcos a la red de contactos de Whitaker, probar que está usando su influencia política para proteger ese negocio… entonces sí. Dorian está reuniendo testimonios y documentos. Pero todo esto exige tiempo.
—Y el tiempo se está acabando —murmuró Damien, sin levantar la mirada.
Gabriel pasó los dedos por el borde de la copa, los ojos fijos en el vino que apenas había probado.
—Cada día que pasa acerca más a Lilian de algo que no eligió. Si se casa con Whitaker… —la voz se tensó—, aunque después él caiga, será demasiado tarde.
Damien respiró hondo, dejando que el silencio se extendiera entre ellos.
—Él está jugando en varios frentes. Si nota que te acercas demasiado, va a reaccionar. Y no con palabras. Hombres como él compran silencio y esparcen miedo como moneda de cambio.
Gabriel alzó la mirada, la mandíbula tensa.
—Ya he enfrentado traficantes y traidores en aguas donde ni el rey se atreve a navegar. Este tipo de poder sucio, disfrazado de elegancia... es más venenoso. Pero no más peligroso.
Damien esbozó una sonrisa breve, sombría.
—Hay una diferencia entre un pirata y un político, Gabriel. Uno te muestra el cuchillo. El otro te lo pone en la mano y te hace creer que fue idea tuya usarlo.
Gabriel se recostó, los ojos entornados.
—Lo único que me importa es que Lilian no quede atrapada antes de darse cuenta de que puede escapar.
—Tienes que moverte rápido —dijo Damien, más serio—. Antes de que sea ella la que se rinda.
Gabriel asintió lentamente, los dedos apretando la copa.
—Ya la vi rendirse una vez, Damien. Una vez… hicieron un torneo de arco en la finca. Solo para los hijos de los invitados.
Damien arqueó una ceja, curioso.
—¿Y ella participó?
Gabriel esbozó una sonrisa sin alegría.
—Quería participar. Era excelente con el arco —lo aprendió a escondidas con uno de los criados. Pero el día del torneo, su padre le prohibió acercarse al pabellón. Dijo que era impropio para una joven de su posición. Y ella… bajó los ojos, entregó el arco y se alejó sin decir una palabra. Ni lloró. Ni protestó.
Damien guardó silencio, absorbiendo las palabras.
—¿Se rindió?
—Tenía unos nueve años. Recuerdo haberle dicho que volviera, que intentara… Pero solo murmuró: ‘Las señoritas Cavendish no hacen eso.’ —La voz de Gabriel se endureció—. Y ese día, por primera vez, la vi encogerse para caber en un molde que nunca le perteneció.
Hizo una pausa. La voz salió más baja.
—Ese día, entendí lo que significa rendirse a causa del nombre que llevas.
Damien quedó en silencio por un instante, luego se inclinó, más serio.
—¿Y ahora?
Gabriel alzó los ojos, firmes.
—Ahora, es diferente. Ahora, ella tiene elección. Y no voy a fallar otra vez.
Damien dejó la copa, mirándolo de frente.
—Estás haciendo enemigos, Gabriel. Enemigos con títulos, fortuna y conexiones. No será una pelea limpia.
—Nunca esperé que lo fuera.
Damien guardó silencio unos instantes, luego murmuró:
—Y cuando todo explote, ¿qué quedará?
Gabriel respondió sin vacilar:
—Si ella es libre… lo tendré todo.
Poco después, salieron a caballo, las riendas firmes entre los dedos. El sonido rítmico de los cascos resonaba en la calle empedrada mientras Gabriel y Damien cabalgaban lado a lado en dirección a la residencia de Lady Penélope. El sol de la tarde proyectaba sombras largas sobre las fachadas elegantes de las casas nobles, y el leve viento traía consigo el aroma lejano de tierra húmeda.
—Entonces, ¿ya pensaste cuántos hijos quieres tener? —preguntó Damien, con un tono que oscilaba entre lo serio y lo divertido.
Gabriel mantuvo la mirada en el camino, las riendas firmes entre los dedos.
—Cállate.
Damien soltó una carcajada, arqueando una ceja divertido.