Lilian deslizaba los dedos por los pétalos de una flor, intentando encontrar consuelo en la calma del jardín. Pero la tranquilidad era ilusoria. La noche anterior seguía siendo un susurro persistente, y los ojos de Whitaker parecían perseguirla como una sombra invisible.
Se sentó en un banco de piedra bajo la copa de una magnolia, los hombros encorvados por el peso de algo que no sabía cómo cargar. Por momentos, todo lo que había ocurrido en las últimas semanas —el anuncio del compromiso con Whitaker, las noches en vela por culpa de Gabriel, los murmullos asfixiantes de la sociedad, e incluso las palabras de su tía diciéndole que podía enfrentarlo todo— se derrumbaban sobre ella con una fuerza abrumadora.
Era demasiado. Demasiado para una sola decisión, para un solo corazón. Y, en ese momento, más que miedo o rabia, se sentía agotada. Agotada de ser arrastrada en direcciones opuestas, de fingir que tenía fuerza cuando todo lo que deseaba era desaparecer, aunque fuera solo por un instante, de un mundo que intentaba forzarla a encajar. No oyó los pasos, pero sintió cuando él se acercó.
—Lilian.
La voz ronca y familiar le atravesó la piel como una caricia. Cerró los ojos por un instante antes de volverse. Gabriel estaba allí, a unos pocos pasos.
—¿Por qué estás aquí, Gabriel? —murmuró, intentando calmar su corazón.
Gabriel sonrió, pero había algo diferente en él. Exhibía una determinación inquebrantable, una fuerza cruda que le decía que no se iría de allí sin obtener la respuesta que había venido a buscar.
—Vine a decirte que te amo —su voz era baja, firme.
El corazón de Lilian dio un vuelco y ella desvió la mirada.
—No digas eso si no es verdad.
—Es verdad, Lilian. Te amo. Te he amado toda mi vida —dio un paso más cerca de ella—. Admítelo, tú también lo sientes.
Ella apretó las manos frente a sí, como si ese gesto pudiera mantener unidos los fragmentos que quedaban de su resistencia.
—No debería querer esto.
—Pero lo quieres —él pasó una mano por su cabello rubio, un gesto antiguo siempre que intentaba contener la impaciencia—. Y sucedió hace mucho más tiempo de lo que estás dispuesta a admitir.
Ella se mordió el labio; su corazón sabía la respuesta, pero la razón le gritaba otra cosa.
—Gabriel, no puedo —respondió temblorosa.
—Sí puedes —él suspiró—. Eres una mujer adulta, puedes decidir por ti. Siempre lo hiciste, Lilian. Incluso cuando éramos niños y pasábamos los días discutiendo sobre tonterías, y te irritabas conmigo porque hablaba demasiado. Siempre tomaste tus propias decisiones.
Lilian sintió que una sonrisa amenazaba con asomar a sus labios.
—Aún hablas demasiado.
Gabriel rió, y por un momento, la atmósfera cargada de emoción que flotaba entre ellos se disipó. Pero solo por un momento.
—Y tú todavía tienes el pésimo hábito de mandarme callar cuando no quieres escuchar la verdad.
Ella alzó la mirada, desafiándolo, pero Gabriel ya no retrocedía.
—Solo hay una decisión que realmente importa, ¿sabes?
Sus ojos brillaban con incertidumbre.
—¿Cuál?
Él tomó sus manos, los dedos cálidos y firmes entre los de ella.
—Cásate conmigo, Lilian. Déjame ser tu futuro.
Lilian se quedó inmóvil, los labios entreabiertos, el pecho elevándose con una respiración temblorosa.
—Gabriel…
—Anoche, en el baile. Ahora, aquí —no le dejaba espacio para huir—. La única diferencia es que ya no hay máscaras entre nosotros.
Ella cerró los ojos.
¿Qué era más fuerte? ¿El amor que la arrastraba hacia él o la voz de su padre, que resonaba como una sentencia?
—Yo quiero… —su voz se quebró—. Pero si mi padre…
—Tu padre ya hizo su elección —murmuró Gabriel, los ojos fijos en los de ella—. Ahora te toca a ti.
Lilian tragó saliva, la respiración trémula.
—No quiero perder a la única familia que me queda.
Gabriel la atrajo hacia sí, los dedos entrelazándose en la curva de su cintura. El beso fue lento, intenso, como si quisiera grabar en su piel cada promesa no dicha. Las palabras quedaron suspendidas en el silencio.
Gabriel terminó el beso y la miró, la expectativa en sus ojos, y cuando volvió a hablar, su voz fue más baja.
—Si no puedes darme una respuesta ahora, acepta al menos una promesa.
Lilian alzó los ojos.
—¿Qué promesa?
El silencio entre ellos se llenó con el peso de una decisión que esperaba ser tomada. Él no insistió más, no intentó arrancar una respuesta que ella aún no estaba lista para dar. Pero tampoco retrocedió.
—Voy a esperarte.
Lilian tragó en seco. Gabriel mantuvo la mirada en la suya por un instante más antes de soltarle las manos, dejando que fuera ella quien decidiera si volvería a sujetarlo.
Pero no lo hizo. No todavía.
Se alejó un paso, como si necesitara espacio para respirar, para pensar.
—Lo sé —su voz fue casi un susurro.
Gabriel asintió, sin prisa, sin exigencias. Por ahora, eso bastaba.
El sol ya se hundía en el horizonte cuando Gabriel y Damien abandonaron la residencia de Lady Penélope. La luz dorada de la tarde envolvía las calles de Londres con un resplandor suave, pero entre los dos amigos, reinaba el silencio.
Damien, atento al camino y a los movimientos contenidos de su amigo, fue el primero en hablar.
—¿Le dijiste todo?
Gabriel asintió, despacio.
—Todo lo que importaba.
—¿Y ella?
Gabriel inspiró hondo, los ojos fijos en el camino.
—Dijo que necesitaba tiempo.
Damien no comentó de inmediato. Solo dejó que la respuesta flotara en el aire.
—No es lo que queríamos oír —dijo al fin—. Pero tampoco es un “no”.
Gabriel se pasó una mano por la nuca, tenso, y mantuvo la mirada en la carretera. El caballo avanzaba con un trote tranquilo, como si percibiera la indecisión de su jinete.
—Cuando saliste de ese jardín con esa cara, pensé que todo había cambiado. Que te había dicho “sí”.