Vientos de Pasión - Versión española

Episode 7

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Gabriel se detuvo frente a los portones oxidados de su propiedad. El tiempo no había perdonado—ni a la casa, ni a él. Durante los años en el extranjero, había regresado a Inglaterra algunas veces, pero nunca allí. Ni siquiera cuando su padre murió. Ahora, por culpa de Lilian y de aquella nota, no tenía elección.

El cielo, de un azul impecable, realzaba las sombras de los árboles cercanos, que se movían suavemente al ritmo de la brisa fría. El hierro corroído, entrelazado con hiedras, era testimonio del abandono de aquel lugar.

Desmontó del caballo. En el bolsillo interior de su chaqueta, la nota de Clara, con su mensaje urgente, permanecía doblada. No era un hombre que confiara fácilmente, y mucho menos en una advertencia tan abrupta. Pero la caligrafía de Clara era inconfundible. La joven frágil que un día corrió por los campos con él parecía haber decidido pedirle ayuda.

Gabriel dudó por un instante, observando lo que le rodeaba. El aire olía a brezo que crecía a lo largo del camino. Aquel lugar, otrora lleno de vida, le incomodaba. Empujó el portón; las bisagras oxidadas chirriaron como un lamento, como si la casa reconociera el regreso de su hijo perdido. No era un hombre dado al sentimentalismo, pero ese lugar cargaba demasiados recuerdos. Ninguno de ellos buenos.

Cada paso que daba lo acercaba más a la mansión. Las ventanas eran agujeros vacíos, las contraventanas se balanceaban ligeramente con el viento. Se detuvo en el patio central. El corazón se le apretó al recordar la última vez que estuvo allí: el momento en que su padre lo dejó marchar sin luchar por él. Sintió la mandíbula tensarse con el amargor del recuerdo.

“No hay tiempo para esto,” murmuró, dirigiéndose a la entrada principal. El olor familiar de la madera envejecida y la humedad impregnó sus sentidos en cuanto empujó la puerta. La mansión lo engulló en un abrazo sombrío, cargado del perfume amargo de la decadencia. El chirrido prolongado resonó por la entrada, como si la casa susurrara recuerdos olvidados. Por un momento, Gabriel dudó. El pasado acechaba desde las sombras, silencioso e intacto, atrapado en el polvo acumulado sobre los muebles y en los recuerdos que nunca se fueron. Las tapicerías, otrora opulentas, eran ahora fantasmas de tela, descoloridas y rasgadas por el tiempo.

Exploró el espacio con pasos lentos y cuidadosos. Cada habitación era una sombra de lo que fue. En la biblioteca, las estanterías cubiertas de polvo aún guardaban volúmenes olvidados. El olor a papel envejecido y cuero reseco flotaba en el aire. Libros que un día llenaron de orgullo la biblioteca del vizconde yacían ahora cubiertos de moho. Gabriel pasó los dedos por un lomo agrietado. El tiempo no perdonaba nada. Ni casas. Ni herencias. Ni hijos.

Allí era donde su padre pasaba horas, rodeado de papeles. “Es por tu bien, Gabriel,” recordaba la voz de su padre. “Aprenderás a ser fuerte.”

Suspiró, con la mirada fija en un sillón rasgado. Los fantasmas del pasado no lo detendrían. Al salir, el sol lo golpeó de lleno, cegador tras la penumbra de la casa. Montó y se dirigió hacia el pueblo, decidido. Al alejarse de la mansión, la nota ardía en su bolsillo como una advertencia.

Nunca ignoraba una amenaza, y ese mensaje llevaba un nombre que no estaba dispuesto a perder. No era solo la casa lo que le hacía sentirse fuera de lugar; era la idea de que Lilian estuviera en peligro. Ese pensamiento hacía imposible ignorar el pasado que siempre intentó dejar atrás.

“¿Estará realmente en peligro? ¿Será por los rumores que he oído?” La duda era un veneno sutil, pero suficiente para impulsarlo hacia adelante.

Llegó al pueblo poco antes del mediodía. Las calles estaban llenas de movimiento: comerciantes descargaban carros, niños corrían entre los puestos y mujeres negociaban verduras frescas. El sonido de las voces se mezclaba con el golpeteo de los cascos y el chirrido de las ruedas. A pesar de la aparente normalidad, Gabriel se sentía fuera de lugar.

Detuvo su caballo junto a una posada discreta al final de una calle. El cartel colgado en la entrada se balanceaba con la brisa, el nombre del local casi ilegible bajo capas de pintura desgastada. Ató las riendas a un poste de madera y entró.

El ambiente en el interior era fresco, un alivio ante el frío creciente. El olor a pan recién horneado se mezclaba con el de cerveza y tabaco. Algunos hombres ocupaban mesas cerca de las ventanas.

Gabriel se dirigió directamente a la mesa más alejada, donde un hombre de cabello gris recogido en una trenza corta estaba sentado. La mirada penetrante de Dorian se alzó en cuanto Gabriel se acercó.

“Capitán D’Anjou.” Dorian se recostó en la silla con una sonrisa ladeada, su mirada afilada como una cuchilla midiendo cada gesto de Gabriel. “¿O debería llamarte vizconde Sinclair ahora que estás de vuelta en suelo británico?”

Gabriel se deslizó en la silla frente a él sin perder tiempo en formalidades.

“Renueva la carta de corso.”

Dorian alzó una ceja, como si saboreara las palabras.

“He oído que has estado ocupado en el Caribe… algunos dirían que llevas una agenda bastante... activa.” El tono era provocador, pero también de genuino interés.

“No vine aquí para charlas inútiles, Dorian,” cortó Gabriel, con voz controlada pero helada. “Solo dime si puedes o no hacerlo.”

Dorian soltó una carcajada baja, tamborileando los dedos sobre la mesa.

“Puedo. Pero te costará caro. Y aun así, puede que no sea suficiente.”

Gabriel se recostó ligeramente, los ojos fríos.

“Mis negocios nunca han fallado, Dorian. Ocúpate de ello, y asegúrate de que se haga sin preguntas. De lo contrario, quién sabe si al rey no le interesará enterarse de ciertos negocios que ocurren en este pueblo.”

“Oh, Capitán, no hay necesidad de ponerse nervioso.”




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