La mañana había nacido gris, con nubes cargadas ocultando el sol, pero eso poco le importaba a Lord Whitaker. En su despacho, la luz amarillenta de las velas iluminaba el espacio lujosamente decorado, reflejándose en las estanterías de madera oscura repletas de volúmenes encuadernados en oro.
Sobre el escritorio, una carta abierta descansaba entre una botella de vino y una copa medio llena. El documento, escrito en una caligrafía casi indistinguible de la original, era la clave para la destrucción de Gabriel Sinclair.
—Tan fácil —murmuró para sí, girando el vino en la copa—. Demasiado fácil.
La sonrisa que le apareció en los labios era de puro deleite. Se había vestido con más esmero de lo habitual: hoy no era un día cualquiera. Era el día en que destruiría la imagen de Gabriel Sinclair.
El abrigo azul oscuro, impecablemente ajustado, contrastaba con la camisa de encaje blanca y la corbata negra, ajustada con una precisión casi sofocante. Cada detalle había sido meticulosamente elegido. Lilian debía verlo como un hombre seguro, respetable, confiado.
Un leve golpe anunció la entrada de uno de sus criados.
—El carruaje está listo, milord.
Whitaker alzó la vista de soslayo y dio un último sorbo al vino antes de dejar la copa.
—Perfecto.
Recogió la carta del escritorio y la dobló cuidadosamente, guardándola en el bolsillo interior del abrigo. Tomó el bastón, más accesorio de ostentación que necesidad, y bajó las escaleras, cruzando la puerta principal.
Mientras la carroza avanzaba por las calles de Londres, Whitaker observaba la ciudad con la satisfacción de un depredador que huele a su presa.
La noche del baile le había demostrado que Sinclair estaba ganando terreno, y eso no podía permitírselo. Sonrió maquiavélicamente. El plan estaba trazado. Solo faltaba ejecutarlo.
Apoyó el codo en el respaldo de terciopelo. En unos momentos, Lilian sería suya y Gabriel Sinclair sería un fantasma antes siquiera de poder probar su inocencia.
La residencia de Lady Penélope apareció al doblar la esquina, y Whitaker esbozó una pequeña sonrisa justo antes de que la carroza se detuviera.
El criado le abrió la puerta, y él descendió ajustando el abrigo antes de subir los escalones de piedra. No necesitaba ser anunciado, Lilian no tendría el valor de rehusarse a recibirlo. Golpeó la puerta con un toque ligero, la paciencia de un hombre que sabía que ya había ganado la batalla antes de empezarla.
Lilian estaba en el salón donde su tía solía recibir visitas, con una taza sobre la mesa frente a ella —pero el té hacía tiempo que se había enfriado. Ni siquiera recordaba haberlo probado. Estaba lejos de allí. Gabriel.
Cerró los ojos por un instante, permitiendo que el recuerdo de la tarde anterior la invadiera. La forma en que él le sostuvo las manos. La propuesta. La promesa. El beso. Todo en ella vibraba aún con la intensidad de ese momento. Cada palabra que él había pronunciado parecía grabada en su piel, cada gesto un eco susurrándole el futuro que, por primera vez, se atrevía a desear sin reservas.
Él la amaba.
Le había pedido matrimonio. Y ella quería decir que sí. Ya lo había hecho consigo misma decenas de veces desde entonces. No había más dudas. Podía enfrentarlo todo —a su padre, a la sociedad, al escándalo—, pero no podía seguir negando lo que sentía. Por primera vez, el futuro tenía un nombre. Y era el de él.
Pasó los dedos por los labios, como si aún pudiera sentir el calor del beso. El pecho se le llenaba de una esperanza que casi dolía. Si ese era el amor que tantas jóvenes buscaban, entonces ella lo había encontrado. Y no lo dejaría escapar.
El sonido de pasos en el pasillo se acercó y Lilian se levantó, alisando su vestido con manos apresuradas. Esperaba no parecer tan rendida como se sentía —pero, en el fondo, una parte de ella quería que todos lo supieran. Que vieran que su corazón ya tenía dueño. Y que lo había elegido, por fin, sin miedo.
Un golpe suave en la puerta y Clara entró, seria.
—Lilian —la llamó suavemente, interrumpiendo sus pensamientos.
Lilian alzó la mirada, viendo la expresión seria de su amiga.
—¿Sí?
—Lord Whitaker está aquí. Ha pedido verte.
El estómago de Lilian se contrajo y el leve calor que antes sentía fue reemplazado por una sensación de náusea. No quería verlo, pero no podía evitarlo. Ignorarlo solo le traería problemas con su padre, y ya tendría muchos cuando le comunicara que disolvería el compromiso y se casaría con Gabriel.
—Dile que puede pasar.
Clara dudó.
—¿Quieres que me quede cerca?
Lilian desvió la vista hacia la taza de té frente a ella.
—Quédate del otro lado de la puerta. Si él… — Se detuvo, incapaz de terminar la frase.
Clara asintió, apretando las manos antes de salir.
—Si me necesitas, llámame.
Pocos minutos después, Whitaker entró en la sala, elegantemente vestido. El abrigo oscuro bien ajustado, la camisa blanca impecablemente planchada y una sonrisa perfectamente ensayada. Pero Lilian sabía que todo en él era falso.
Él hizo una ligera reverencia.
—Lady Lilian.
Ella forzó una sonrisa educada e indicó el sillón frente a ella.
—Lord Whitaker.
Él avanzó con pasos lentos y ocupó el sillón frente a ella, cruzando las piernas con aire relajado.
—Espero que haya descansado bien desde el baile que ofreció su madrina.
Lilian se mantuvo neutral.
—Sí, descansé. Fue una noche muy agradable.
Whitaker arqueó una ceja, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—¿Agradable? —Soltó una risa baja, condescendiente—. Creo que fue más que eso para algunas personas, tanto que me vi en la obligación de advertirle sobre algo que podría cambiar profundamente su visión de las cosas.
Lilian se enderezó, sin cambiar su expresión.
—¿Qué quiere decir?
Whitaker colocó la taza sobre la mesa y sacó un sobre del bolsillo interior de su abrigo, colocándolo sobre la mesa.
—Una revelación que, creo, preferirá conocer antes de seguir alimentando… esperanzas.
El corazón de Lilian se apretó.
—¿Esperanzas?
Whitaker se inclinó ligeramente, los ojos fijos en los de ella.
—Sobre el Conde de Sinclair.
El nombre de Gabriel hizo que el pecho de Lilian se contrajera aún más, pero mantuvo la serenidad.
—¿Qué pasa con él?
Whitaker hizo una pausa, como si meditara la mejor manera de hablar. Luego suspiró teatralmente.
—Lilian, soy un hombre honorable, y no podría quedarme mirando su relación con alguien que, temo decir, no es quien aparenta ser. Hay algo que debe saber sobre Gabriel.
Ella sintió que los dedos le apretaban la porcelana de la taza.
—Diga lo que tenga que decir, Lord Whitaker.
Él empujó el sobre más cerca de ella.
—Este es un documento que me fue confiado, una carta escrita por alguien que conoció muy bien a Gabriel. Una mujer que aún lo espera.
La sangre de Lilian se heló.
—¿Qué?
—Una amante en el Caribe. O quizá una prometida, ¿quién puede decirlo? Aparentemente, él nunca rompió lazos con ella. Solo regresó a Inglaterra porque fue obligado por Su Majestad. De no ser por eso, seguiría en sus brazos.
La mente de Lilian se negaba a procesar las palabras.
—No… eso no puede ser cierto.
Whitaker adoptó un aire pesaroso, como si lamentara la revelación.
—Lilian, yo mismo dudé antes de contarle esto. No quería herirla. Pero sentí que era mi deber advertirla al notar su… inclinación.
Lilian tragó saliva, la respiración se le volvió irregular. Ese hombre mentía, Gabriel no haría eso.
—¿Tiene pruebas?
La sonrisa de Whitaker se volvió más lenta, casi triunfal. Señaló el sobre sobre la mesa.
—Léalo usted misma.
El sobre pesaba en sus manos como plomo. Las puntas de los dedos le temblaron al tocar el sello de cera… y la sangre pareció huirle del rostro. ¿Realmente quería saber lo que estaba escrito allí?
Su corazón latía acelerado, una advertencia, una súplica para no abrirlo. Pero ya era tarde. Sus manos se movieron solas, rompiendo el sello con un gesto vacilante. Un perfume dulce y extraño impregnaba el papel, escrito con una caligrafía impecable.