Violeta. Comprensión y amor, sin obligación

La casa siempre, puede esperar

Mis días no eran buenos, sino más bien agridulces. Se me deslizaban como fruta madura entre los dedos: dulces al tacto, pero con un dejo ácido que se quedaba en la lengua. Entre el malestar y el sueño, mi reposo se sentía casi eterno, me convertía en una sombra tibia sobre la cama. Dentro de poco, mi bebé cumpliría tres meses, y con los dedos de mis manos podía contar las veces que lo había cargado.

Podía abrazarlo, darle pecho, jugar con él mientras sus manitas buscaban mi rostro como si fuera un mapa. Pero alzarlo… eso era otra historia.

La mínima fuerza que ejercía, podía producía tirones en mi episiotomía, como si la herida tuviera memoria y se negara a olvidar. Cada movimiento era una amenaza de desgarramiento, una advertencia silenciosa que me obligaba a la quietud. Me convertí en estatua, en un nido inmóvil, esperando que la cicatrización llegara como una tregua.

Cada vez se me hacía más difícil suprimir esos sentimientos de ansiedad, esa voz interna que susurraba que era una inútil, era mala madre. A pesar de que mi esposo, Alfredo, me recalcaba todo lo contrario con una ternura que parecía tejida a mano.

—¿Qué hace lo más hermoso de este mundo? —preguntó con una sonrisa que me acariciaba más que sus dedos, mientras jugueteaba con mechones de mi cabello. En sus manos traía una bandeja de frutas cortadas en lunas, un sándwich tibio y chocolate que aún humeaba como si respirara.

—Está dormidito, no lo vayas a despertar —susurré, protegiendo el silencio como si fuera un cristal.

—Me refería a ti, cariño. Migue es lo más tierno que puede existir, pero no…

—¡Si es lo más hermoso! —le reñí con una sonrisa que se me escapó sin permiso—. Mi hijo es guapísimo.

—Guapo, aunque no más hermoso que su mamá —dijo entre risas, y en su voz había un refugio—. Ven, vamos a ver una película.

Así eran nuestros días: una constante lucha emocional entre mis complejos de inutilidad y mis dos amores, intentando sacarme a flote. Alfredo se encargaba de la casa, del bebé, de trabajar, de la comida y… de sostenerme sin que yo se lo pidiera. No sabía qué haría sin su apoyo constante, sin esa forma suya de convertir lo cotidiano en consuelo.

Un par de días a la semana, asistía a una consulta online con un psicólogo. Y el padre de Alfredo también pasaba a visitarnos o, mejor dicho, a visitar a su nieto, su adoración. En esos momentos, yo podía descansar. Dormía como si el cuerpo se rindiera, como si el alma se permitiera un respiro.

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—¿Sabes si mi madre vendrá? —pregunté, mientras el ventilador giraba lento, como si también dudara.

—Creo que no… ¿por qué? —respondió Alfredo, acomodando la sábana sobre mis piernas con una delicadeza que parecía ritual.

—Me preocupa que no ha venido —dije, aunque en el fondo no sabía si era preocupación o costumbre.

—¿Quieres que venga?

—La verdad no. Si viene, querrá que me levante y me ponga a hacer mil cosas. Además de criticar todo lo que hago… y lo que no. Dígame, si te ve haciendo algo del hogar, enloquecerá.

Mi esposo soltó una risa breve, como quien conoce demasiado bien el guion.

—Entonces es mejor que no venga —dijo con suficiencia, como quien cierra una puerta sin culpa.

—¿Le dijiste algo, cierto? —pregunté, con la curiosidad que se cuela entre las grietas del descanso.

—La verdad sí. Le dije que estabas en cama, que no podías levantarte o volverías a perder la sutura. Estás en reposo absoluto. Me dijo que como estaba haciendo mucho calor, no podía venir… que se le hinchaban los pies si andaba de allá para acá.

—¿Allá para acá haciendo qué? —repliqué, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con la tristeza—. La última vez que vino la atendí en todo lo que necesitaba, y el esfuerzo me hizo perder los puntos de la episiotomía.

Alfredo se acercó, me acarició la frente como si quisiera borrar las arrugas invisibles que el enojo dibujaba.

—Tranquila, cariño, no te estreses. Mejor así. Yo le dije que le avisaba cualquier cosa. Descansa tranquila, yo me encargaré de todo lo que necesitemos.

—¡Pero mañana debes trabajar! ¡Cielos, ni siquiera he lavado la ropa! —exclamé, sintiendo cómo la culpa se deslizaba por mi pecho como una piedra húmeda.

—Lo haré yo —dijo con firmeza—. Mientras cocino tu comida favorita, mira algo en la tele o duerme, mientras el niño está profundo. Eres mi esposa, no mi criada. Esto es por el esfuerzo tan grande que hiciste para traer a nuestro hijo al mundo. Déjame encargarme de estas cosas y tú recupérate, ¿sí?

—Amor, yo…

—Te amo, nena. No me importa más nada en el mundo que tú y el fruto de nuestro amor. No te tortures. Relájate, por favor. Eso es lo único que te pido, ¿vale?

—Sí, amor… gracias. Te amo.

Y en ese instante, mientras la luz del mediodía se filtraba por las cortinas como leche tibia, sentí que el mundo podía esperar. Que el amor también era eso: un espacio donde sanar sin pedir permiso.

Me concentraría en descansar, sí, disfrutar a mi familia y recuperarme lo más rápido posible, al final, no era mi culpa tener problemas de cicatrización. La casa podía esperar, yo… no.




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