Contemplo a mi hijo recién nacido y los recuerdos me llegan en cascada, oliendo a talco y a jabón, a la suavidad caliente que emana de toda criatura recién nacida. El alumbramiento los liberó del polvo acumulado en el cuarto oscuro en el que estuvieron relegados, y ahora regresan brillantes y vivos, como mi hijo. Desde el momento en que lo sostuve en mis brazos no he dejado de pensar en Violeta. Y la emoción me ha golpeado en el pecho, igual que entonces.
Conocí a Violeta cuando me encontraba inmerso en un enorme socavón en el que no había espacio para los sentimientos. Por entonces, mi mundo era gris y yo una piedra. Violeta fue el arcoíris tras la tormenta.
El niño duerme tranquilo sobre mi pecho y lo observo con detenimiento. Repaso uno por uno los rasgos de su cara. Ajeno a mi examen, bosteza. Después frunce sus labios mostrándome sus puños de pequeño boxeador. Acaricio su cabeza cubierta de pelusilla suave. Regresa la ternura, inmensa, y con ella Violeta. Sonrío al recordarla, puedo escuchar su voz, su peculiar manera de hablar arrastrando las palabras sobre sus labios.
—¿Qué escondes ahí?
—Un pollito.
—Lo vas a ahogar.
—¡Que no, que no!… Mira.
Un polluelo recién nacido se acoplaba en el cuenco que formaban sus manos.
—¿Lo quieres coger? Te lo dejo un rato.
Hice un gesto de rechazo.
—¿Te da miedo? Toma, está suave.
—Vale. Anda, trae.
—¿Qué notas?
—Cosquillas.
—Pero ¿tú estás tonto o qué?
—Es que me hace cosquillas.
—Cierra los ojos, así notas que es suave.
Cerré los ojos y sentí el viento marino rozando mi cara, el olor a hierba húmeda que había dejado el chaparrón de hacía un rato, y algo blando y caliente en mi mano. Me concentré en ella. El polluelo se movía. La suavidad del plumón me produjo un estremecimiento.
Una corriente cálida me subió desde la mano por el brazo hasta el pecho y se extendió en oleadas, como piedra que cae en agua quieta. Abrí los ojos: Violeta esperaba impaciente.
—¿Y qué tal? ¿Qué has sentido?
—Algo caliente. Un río caliente por dentro.
—Es porque es suave. Trae, que lo llevo con los demás. Mira, tiembla.
Y se alejó sonriendo con esa sonrisa conejil que transformaba en dos rayas de verde horizonte sus ojos.
He echado las cortinas para tamizar la luz y la habitación ha quedado en la penumbra quieta y rosada de una capilla de iglesia. El bebé duerme tranquilo, Paula también. Debe recuperar fuerzas y reponerse del parto. Nuestro hijo se resistía a dejar el útero materno como si conociera el dolor que produce estrenar la vida y atrapar esa primera bocanada de aire. Pero ahora respira tranquilo y confiado. Y yo me limito a disfrutar de su presencia y recordar a Violeta, porque el pasado se ha hecho presente o quizás es el presente el que se ha convertido en pasado, o todo esté sucediendo en un único instante…, no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que mi hijo me ha devuelto a Violeta y me ha hecho sentir culpable por todos estos años en los que no le dediqué un solo pensamiento debiéndole tanto.
La emoción regresa acompasada al ritmo de la respiración del bebé. Y con ella las vivencias me asaltan de nuevo. Me obligo a recordar, no quiero que nada se vuelva a perder en el silencio. Me lo debo a mí, se lo debo a ella.