Virilia. La descolonización de un sueño.

La bicicleta de los días perdidos

—¡Virilia! —me llamó Estefanía, mi amiga de la infancia—. ¿Estabas a punto de dormirte?

—Así es, he trabajado tanto, que el cuerpo me pesa como si estuviera hecho de barro mojado.

—¡Tienes que descansar más! Vas a enfermarte.

—Ya lo haré luego—murmuré, con los párpados a medio camino entre la vigilia y el sueño—. Estefanía ¿qué harías si pudieses volver a ser una niña otra vez?

—¿Por un día o más tiempo?

—Por un día —exclamé con una sonrisa, luego de meditarlo bien.

—Eso depende de si estoy sola o con mis padres —pronunció al fin, con una tristeza que se deslizó por el jardín, como una brisa tibia—. Si estoy con mis padres, huiría lejos, en la bicicleta de mi hermano, tanto que nunca podrían alcanzarme, jamás, ¡oh y volvería a comer las tartaletas de chocolate de la señora María Angélica! ¡Eran tan deliciosas!...

—¿Te prohibían comer tartaletas? —pregunté, sorprendida por la crudeza de esa nostalgia.

—Por supuesto, me engordarían y las damas debíamos ser delgadas, ¡ya sabes cómo era mi mamá! Entre tantas cosas, por eso, si estuviese sola, jugaría con todos los juguetes de mi hermano, sería un niño por un día y haría todo lo que él podía, en cambio, si estaba con mis padres, huiría tan lejos en su bicicleta, que me esfumaría junto al viento y sería libre…

Sus palabras se deshacían como azúcar en café caliente, a medida que me iba contando.

—¿Te gustaría montar en bici? Tiene algunos años abandonada, pero está muy bien cuidada. La usaba mi hija, antes de irse a la universidad. Aún conserva su timbre dorado y el asiento con flores descoloridas.

Estefanía se incorporó, con los ojos brillando como si acabara de encontrar una morrocota en el fondo de un cajón.

—¡Sería el favor de mi vida! —exclamó, y su voz tenía la textura de una niña que vuelve a creer en los milagros.

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Así pasaron un par de horas, entre risas y tropiezos, como si el tiempo se hubiese detenido en nuestra tarde de verano. Estefanía, con las mejillas encendidas por el esfuerzo y la alegría, después de caer un par de veces, logró dar varias vueltas en la bicicleta de Marissa, mi primogénita. El sol, ya en descenso, pintaba de oro las hojas del jardín, y el aire olía a tierra tibia y libertad recién estrenada.

—¡Sí que te ha encantado! —le dije con ternura, mientras la observaba girar como una niña que acaba de descubrir el vuelo.

—He podido cumplir al fin mi sueño —respondió, con la voz temblorosa de quien ha tocado la luna—. Ahora siento un poco de envidia por Marissa… bueno, la he sentido tantas veces. La has tratado como a un ser humano, con tanta libertad, y aun así ha sido siempre tan buena niña.

—Son tonterías de nuestros ancestros —dije, mientras el viento me despeinaba los recuerdos—. Un balón no va a cambiar la esencia de una niña, como una muñeca no cambiará la de un niño. Son sólo objetos, y todos tienen derecho a ser felices. Mira a mi pequeño Armando, tanto que me lo criticaron de pequeño… y ahora es un alto rango en la guardia nacional. ¿Te conté que ya lo ascendieron a General?

—Todo un caballero —dijo ella, deteniéndose junto al rosal—. Ambos con tan buenos valores y humildad. Sin duda fue gracias a la buena madre que los crio.

—¡Como los tuyos! Natalia es una doctora estupenda, con una ética sinigual. Y Francisco… ya está por terminar la escuela de cocina, ¿cierto? Hace poco me invitó uno de sus pasteles, tan dulce que me casi me sentí rejuvenecer.

—¡Así es! No me puedo quejar de ninguno de los dos, muy buenos y eso que al principio me daba tanto miedo, no quería criar niños con infancias rotas o traumas…

—¡Y no lo has hecho! Poco a poco has sanado y criaste niños felices, adultos sanos y amables. Eres muy buena madre Estefanía, ¡Oh, casi lo olvido! Toma la bici de mi niña, ella ya no la necesita, tú le darás un mejor uso.

—¿Estás segura?

—Por supuesto, se nota que te ha encantado. Si no te has bajado en casi tres horas… ¡Todavía estamos hablando y allí estás sentadita, pedaleando hacia atrás! —dije, soltando una carcajada que se mezcló con el canto de los pájaros.

—¡Qué pena! —exclamó ella, con las mejillas encendidas.

—No veo razón alguna para disculparte o avergonzarte.

Guardamos silencio por un instante. El cielo comenzaba a vestirse de violeta.

—Por cierto, ¿qué harías si volvieses a ser una niña? —preguntó ella, con curiosidad en los ojos.

—¡Quizás suene tonto! Aunque últimamente lo pienso tanto… ¿recuerdas a Claudio, mi hermano?

—¡Un gran futbolista! —respondió ella con fascinación.

—El mejor de su generación, y tan buen muchacho… Lástima el accidente en el que pereció, tan joven… —hice una pausa entre lágrimas que se deslizaron sin pedir permiso—. Yo era tan ingenua en ese tiempo, casi una niña, casi una mujer. Todo me avergonzaba y me guiaba tanto por el qué dirán. Amaba jugar pelota con mi hermano, pero un día, en el patio de la escuela, las niñas se burlaron de mí. Me dio tanta pena, que… que… cuando él me pidió jugar con él, me negué. Fue la tarde antes de verlo por última vez. Ahora no dejo de pensar… ¿qué hubiese pasado si acepto jugar con él? ¿Igual se habría ido con sus amigos? ¿Estaría ahora conmigo?... Lo más importante… ¡habría disfrutado nuestro último partido juntos!




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