Quizás Periculum tenía razón y su juventud lo hacía terriblemente ingenuo, pero eso también lo había salvado de la ira de Sicutis, después de todo sólo era un niño intentando entender el mundo, aun así de lo único que estaba seguro era de que debía comenzar a leer las señales, señales como que su madre no lo ayudó, que podía y no lo hizo, lo envió a una montaña sin ningún fin más que el de burlarse de él y de su fe ciega en ella.
El mayor riesgo de los ingenuos es glorificar a figuras que no se lo merecían, como lo era la madre tierra, jamás lo había ayudado realmente, sólo jugo con su mente y lo regañó por tener un instinto tan nato como lo era la supervivencia.
–¿Te gusta? –preguntó la Aurora.
Virindia se sentía intimidado cada vez que la niña enfocaba sus ojos en él, eran enormes y de un negro tan puro y profundo que lo seducían a no apartar su mirada de ellos, parecían reflejar el universo entero y estaban adornados por su cabello negro, largo y lacio, que caída desordenadamente sobre su rostro que tenía marcas plateadas que parecía irradiar luz propia, como si su corazón fuese una batería que alimentase todo el aura que la rodeaba de una forma celestial como a una criatura tan indefensa y delicada como mágica.
–Claro que me gustas…
–¿Qué? –preguntó sobresaltada la niña.
–La vista, es… –Virindia necesitó tragar para no ahogarse con su torpeza– es hermosa, me encanta.
–Oh sí… eso creí, este sin duda es mi lugar favorito.
–Aun así creo que deberíamos encontrar un lugar más abajo donde instalarnos.
–Sí, aquí puede ser un poco dura la vida –confirmó la Aurora, el frío era cruel en la montaña.
Y así fue, los jóvenes bajaron la montaña y con la luz del amanecer recorrieron los terrenos cercanos hasta encontrar una explanada sin ningún árbol demasiado grande como para no poder tirarlo, se encontraba en mitad del bosque, cerca de un pequeño canal colmado de peces.
En equipo ambos jóvenes construyeron una linda cabaña, que en un inicio se inundaba con cada lluvia, por más leve que fuera, pero con el pasar de los años y la práctica fueron mejorando y la convirtieron en una casa más resistente, grande y bonita hasta volverse un hogar, su hogar.
Esa tarde era igual a la mayoría, Virindia se encontraba pescando en el canal junto a su hogar con el fin de conseguir la cena, ya no era un niño, ya no era tan pequeño, ni tan débil ni tan ingenuo. Habían pasado ya tres años desde la catastrófica noche en la que su familia murió y del día en que conoció a Aurora quien también había crecido, seguían siendo jóvenes pero no eran niños.
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Editado: 09.07.2025