La lluvia caía con desgano sobre el asfalto caliente de Valle Nube. Era esa clase de tarde que no prometía nada bueno. En la comisaría, el café sabía a tierra vieja, las luces parpadeaban como siempre, y el teniente Ezra Vólkov maldecía por todo.
—¿Quién coño abrió una tienda justo al frente? —gruñó, apoyando las botas llenas de barro sobre el escritorio.
—Una pastelería, jefe —respondió un agente joven, tragando saliva—. “Luna de Azúcar” se llama. Recién abrió esta mañana. Todo el mundo habla de eso…
Ezra levantó la vista, entornando los ojos. Lo hizo sin intención, como quien mira por inercia… pero la vio.
A través del ventanal amplio de esa tienda cursi color crema y lavanda, una figura danzaba entre bandejas, batidores y estanterías con flores colgantes. No podía distinguir mucho desde allí, pero había algo… diferente. La forma en que se movía. La paz que parecía rodearla.
Sacudió la cabeza.
—Ridículo. Es sólo otra mujer vendiendo azúcar disfrazada de felicidad.
Volvió la mirada a sus papeles, a las fotos de una escena de crimen, a la vida que conocía. Pero por un segundo, sólo un segundo, su atención había titubeado.
Y lo odiaba.
Aquel mismo día, a las cinco en punto, una bandeja de mini tartaletas de vainilla y frutos rojos fue colocada en la repisa junto a la ventana.
Del otro lado, él alzó los ojos sin querer. La vio otra vez.
No sabía su nombre, ni por qué no escuchaba las campanas de la puerta cuando los niños entraban corriendo, ni por qué su sonrisa era tan silenciosa… pero algo en su interior, el mismo lugar donde guardaba los gritos de su hermano muerto y los disparos de su infancia, se estremeció.
Y lo volvió a odiar.
—No quiero dulces —masculló una hora después, cuando otro agente le ofreció una de las tartaletas.
—Es de cortesía. Ella los trae para nosotros. No habla, pero escribe notitas en las cajas —explicó el muchacho con una sonrisa estúpida—. Es amable. Y cocina como un maldito ángel, jefe.
Ezra miró la caja. Dentro había un papel escrito con letra pequeña:
“Para quienes cuidan el pueblo. Con dulzura. –A”
Se levantó de golpe. Caminó hasta la caja. Tomó una tartaleta, la olfateó y luego la tiró al basurero.
—A mí no me compran con azúcar —dijo con voz baja y rota.
Pero esa noche, cuando todo estuvo en silencio, volvió a mirar por la ventana.
Ella seguía allí, iluminada por las luces suaves del local, con las manos llenas de harina y los ojos brillando como si el mundo no le hubiera hecho daño nunca.
Y él deseó… por primera vez en años, no sentir tanta rabia.