Capítulo 5: Silencios compartidos

El viernes, la lluvia golpeaba el techo de la comisaría como si alguien gritara desde el cielo. Ezra tenía dolor de cabeza, dos informes pendientes, y una visita sorpresa del capitán.

Pero ni todo eso logró quitarle de la mente una sola cosa: la pastelería de enfrente tenía las luces encendidas… y una nueva decoración en la ventana. Pequeñas estrellas de papel colgaban, como si anunciara algo. ¿Qué? Ni idea.

Ezra intentó no mirar. Pero miró.

—¿Sabe qué me contó doña Elvira? —empezó Torres, mientras sacudía su paraguas en la entrada—. Que la chica de “Luna de Azúcar”… no habla. Nada. Ni una palabra desde que nació.

Ezra alzó la cabeza como si le hubieran lanzado un balde de agua.

—¿Cómo que no habla?

—Sordomuda, dicen. Pero nadie lo nota. Se hace entender con gestos, miradas, notitas… cosas así. Es rápida. Inteligente. Una vez la vi arreglar el horno sin ayuda. Se metió entre tornillos como si hubiera nacido en un taller.

Ezra no respondió. Se quedó mirando un punto invisible en la pared.

Sordomuda.

Eso explicaba muchas cosas. Y al mismo tiempo… lo descolocaba.

¿Desde cuándo la admiración se le mezclaba con la incomodidad?

Esa noche, se quedó más tiempo del necesario en la oficina. Llenando informes que podía terminar mañana. Pero algo dentro de él no lo dejaba irse.

Volvió a mirar la pastelería. Esta vez, sin querer ocultarlo.

Ella estaba ahí. Bailando suavemente mientras limpiaba el mesón, ajena al mundo, con auriculares puestos que no tenían música. Sólo costumbre.

Ezra se acercó a la ventana.

La observó moverse. Delicada. Precisa. Como si viviera en un mundo propio, ajeno al ruido, pero lleno de significado.

Ella levantó la vista… y lo vio.

No se inmutó. Solo lo miró.

Ezra tragó en seco.

Algo dentro de él se sintió visto por primera vez en años.

Y eso… eso era peligroso.

Esa madrugada, mientras cerraba el cajón con las cajas que aún no se había atrevido a probar, murmuró algo que nunca pensó decir:

—¿Cómo carajos logras que quiera entenderte?