Era sábado y la comisaría estaba inusualmente tranquila. El cielo gris y la humedad hacían que el pueblo pareciera suspendido en el tiempo. Ezra había salido a fumar detrás del edificio cuando escuchó voces en la entrada.
—Ay, niña dulce, tan calladita y fuerte… si su madre la viera —dijo una anciana, con la voz llena de nostalgia.
Ezra frunció el ceño.
Torres reía con ella, ayudándola a cerrar su paraguas.
—¿La conocía bien, doña Mercedes?
—A la madre de Alina, sí, mijo. La mejor costurera que ha tenido este pueblo. Murió joven, pobrecita… y el padre se fue a los pocos años. Dicen que no pudo con el dolor. Alina se crió sola. Apenas tenía once años cuando ya hacía panecillos para sobrevivir.
Ezra se quedó quieto, el cigarro entre los dedos.
—¿Y cómo logró montar una pastelería?
—Trabajando como una condenada. Limpiando casas, cocinando por encargos, y siempre sonriendo… aunque nadie la oyera. Y no sé si lo ha notado, pero nunca pidió ayuda a nadie. Todo lo que tiene lo hizo con esas manos y su silencio.
La anciana suspiró y sacó una caja de galletas.
—Lléveselas a ese policía que parece vivir amargado. A ver si se le suaviza un poco el alma.
Ezra giró la esquina justo a tiempo para ver a la mujer alejarse, con su bastón y su dignidad.
Esa noche, Ezra no encendió las luces de su oficina.
Se quedó mirando el ventanal, la silueta de la pastelería recortada en la bruma. Esa historia que acababa de escuchar… lo golpeó de forma absurda. Inesperada.
Ella. Solita. Con once años.
Y ahora cocinando para un pueblo que a veces no la ve. Que a veces no la entiende.
Ezra apretó los puños. No porque sintiera lástima.
Sino porque de pronto... sintió algo parecido a respeto. Y eso, viniendo de él, era un terremoto.
En su escritorio, una de las cajas que ella había dejado seguía cerrada.
Con cuidado, como si no quisiera romper nada, la abrió.
Dentro, un bizcocho pequeño.
Cítrico. Fragante.
Con forma de corazón.
Ezra no lo tocó. Solo lo miró.
Y por primera vez, deseó saber el sonido de su voz.
Aunque jamás pudiera oírla.