La tarde había empezado tranquila. Cielo limpio. Niños corriendo frente a la comisaría. Torres tomando café con una magdalena de lavanda que alguien había “casualmente” dejado en su escritorio.
Ezra hojeaba unos expedientes cuando el olor lo golpeó.
No a café. No a galletas.
A humo.
Y no del cigarro que a veces encendía en la puerta trasera.
Era humo real. Espeso. Denso. Y venía… de enfrente.
—¡Jefe! —gritó Torres desde la entrada—. ¡La pastelería!
Ezra no pensó. No planeó. No maldijo como solía hacer antes de moverse. Simplemente salió corriendo.
Al llegar, la puerta principal estaba abierta de par en par. Un humo blanco y caliente escapaba como un suspiro de fuego. En el interior, el horno parpadeaba con una luz intermitente y una bandeja chamuscada sobresalía de la encimera.
Y en medio de todo eso… ella.
Alina, tosiendo, con las manos cubiertas de harina y los ojos entrecerrados.
Ezra entró como una furia, apartando con el brazo una columna de humo.
—¡¿Qué demonios estás haciendo?! —rugió, mientras cruzaba el mostrador.
Ella se giró, sorprendida por su presencia. Aún con los labios entreabiertos, sin emitir sonido, señaló el horno con desesperación. Ezra fue directo a apagarlo.
Un pitido agudo cesó, y el silencio volvió a instalarse, cargado de tensión y humo.
Cuando por fin la miró bien… tenía un raspón en el brazo.
—Estás herida —gruñó.
Ella negó con la cabeza, rápido. Luego señaló un trapo húmedo y el botiquín al fondo del local. Su forma de moverse era firme, práctica… sin pánico. Como si estuviera acostumbrada a salvarse sola.
—¿No vas a decir nada? ¿Ni siquiera un maldito gesto de “gracias por salvarte de un incendio”? —espetó él, con la voz baja y el ceño fruncido.
Ella parpadeó.
Y entonces… escribió en una pequeña pizarra que tenía colgada cerca del mostrador:
“Ya estaba apagándolo. Pero gracias… gruñón.”
Ezra la leyó. Y, contra su voluntad, una comisura de su boca se alzó… solo un milímetro.
—Tienes suerte de no poder oír lo que pienso ahora mismo —dijo en voz baja.
Ella sonrió con una ceja alzada, como si lo hubiera escuchado igual.
Esa noche, de vuelta en su oficina, Ezra no podía dejar de mirar su mano.
Aún olía a azúcar y humo.
Y algo dentro de él… quería volver a cruzar esa calle.
Pero no por deber.
Sino porque por primera vez, alguien lo había mirado sin miedo… y sin palabras.